Un sociólogo invitado a Washington a discutir asuntos de la Región, advirtió a los especialistas allí congregados, que uno de los problemas principales es, precisamente, que las oligarquías y clases medias locales entienden que los Estados Unidos son inconsistentes en cuanto a la moral oficial de su sistema, y en cuanto a la praxis del día a día de sus políticas regionales. Los valores oficiales de la democracia que propugnan son declaraciones abstractas de mucha belleza y estilo, pero lo que efectivamente se hace suele estar divorciado de esos enunciados literarios.
Las élites locales no saben cómo seguirles el juego a los estadounidenses, quienes tampoco parecen estar seguros de cómo jugar su propio juego.
Auto erigirse en líderes del mundo es más fácil que asumir correctamente dicho rol. Ellos juegan al “Progreso”, la Evolución”, al desarrollo planetario sin tener clara consciencia de lo que ello implica, y sin muchas probabilidades de convencer a las demás naciones del liderazgo que asumen o presumen. Los demás pueblos del planeta son suspicaces respecto a los “americanos”, pero también acerca de las demás grandes naciones.
Lo peor, posiblemente, es que nadie está seguro de a dónde se quiere llegar. Excepto, presumiblemente, que todos quieren bienestar material, paz y seguridad como lo tienen los países más desarrollados. El tema, pues, penosamente, se viene reduciendo a la producción y al consumo de bienes, que en los países que han rebasado la pobreza se ha constituido en la nueva religión para exportar al mundo: el consumismo. En el mundo desarrollado el tema moral y espiritual es apenas un artículo de consumo más. Mientras los países pobres lo conservan como parte de su religiosidad tradicional, a menudo divorciada de la racionalidad política y económica.
Localmente somos gobernados por políticos que carecen de una praxis política referida a alguna ética social que la legitime; aferrados al poder por el poder mismo, quieren permanecer en el espectáculo por más tiempo del debido, sin cumplir con los compromisos, desaprovechando la oportunidad de servir a su pueblo.
En general, se trata de un juego planetario absurdo, del cual solo se manosean reglas primitivas maquiavélicas de un pragmatismo no-ético y vulgar. El mundo vive hoy la pesadilla de una estupidez globalizada. De la cual no solo hay que despertar y sacudirse, sino que plantearse una nueva utopía moral y societal. La Marcha Verde, en cierto modo, surge también como una especie de “mea culpa” por tanta estulticia acumulada, por tanto patrocinar, cándida o encubiertamente, una corrupción inveterada.
Lo seguro es que todos debemos asumir responsabilidad en cuanto a lo que deberá venir detrás de todo esto. A muchos nos gusta la Marcha, no tanto por los culpables que se persiguen, sino por el compromiso por una Patria mejor, por la vocación de futuro que pareciera asumir. Pero no basta una marcha contra la corrupción y la impunidad; necesitamos urgentemente una mayor y más amplia: Por el rumbo y el sentido de nuestra civilización. Que no debemos endorsárselo a Trump, ni a los americanos, ni a nadie.