Perfilar un canon de la poesía dominicana es problemático en la medida en que el hacer poético desborda los apartados estancos y las valoraciones pueden ser muy diversas. Hay en la poesía dominicana una gran cantidad de autores cuyas obras, por distintas razones, han sido más difundidas que otras. Para los estudiosos de la literatura, el canon no es una lista inmóvil y las apreciaciones tienen que tener en cuenta a los estudiosos, pero también el fervor —como diría Borges— que una obra causa en sus lectores.
Manuel Rueda es uno de los principales creadores dominicanos. Y su figura no se limita al encasillamiento como poeta. Doy una gran lucha al estimar que la grandeza de un escritor no está simplemente en el dominio de un género, sino en los resultados que tiene en las distintas formas de escritura que se propone. Rueda es, para mí, un autor poliédrico. Las distintas aristas que su vida artística despliega hacen merecedor de una estación aparte en el canon de la literatura dominicana.
Mi primer conocimiento sobre la obra de Rueda no tiene que ser con la poesía, sino con el teatro. Es en este género, y con “La trinitaria blanca” (1957), que Rueda se eleva ante mi mirada como interesado en la literatura dominicana. En el drama su aporte es fundamental. Llegó a planear una poética del teatro popular desde la perspectiva dominicana, teniendo en cuenta sus estudios folclóricos, como en “El Rey Clinejas” (1979). Su arte dramático, que conforma las obras: “La tía Beatriz hace un milagro”, “Vacaciones en el cielo” y “Entre alambradas” ha sido antologado por L. Howard Quachenbush, en “Antología del teatro dominicano contemporáneo” (2004), tomo II. Su obra “Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca” (1996) ganó el Premio Tirso de Molina, en España.
Manuel Rueda perfila ese nuevo teatro que uniría lo universal a lo popular dominicano y entronca su propuesta en “Los pasos” de Lope de Rueda, en el Cervantes de “Los entremeses”, en el “Don Juan” de Zorrilla y en “El Perlimplín” de García Lorca. Todo esto muestra que su paso por el arte de la representación es parte de una reflexión de la tradición, como debe plateárselo todo artista que respete su oficio.
Otra arista de la obra de Rueda se encuentra en el ensayo literario, de lo que se ha publicado un tomo, por la Fundación Corripio. Pero que han sido difundidos en el medio periodístico, como la desaparecida revista “Isla Abierta” de este matutino. En este género tiene Rueda una visión clásica, profunda, de la poesía y de la literatura dominicana. Las coordenadas de la poesía, que muy bien ayudaron a orientar una visión entre tradición y ruptura, entre las formas clásicas y la experimentación, se encuentran los juicios atinados, sintéticos, que hiciera sobre los poetas dominicanos y que calzan su selección en “Dos siglos de literatura dominicana” (1996) (“Antología mayor de la literatura dominicana”) en colaboración con José Alcántara Almánzar.
Pero además, Rueda tiene una importante contribución al estudio de los clásicos dominicanos, colección de importancia cardinal en el estudio de la literatura de Santo Domingo, de la que fuera impulsor, director y editor. Estas actividades le colocaron, a partir de los años ochenta y por más de veinticinco años, en el centro de la literatura dominicana, dejando un respetado grupo de seguidores.
Sin embargo, su poesía quedó un poco a la sombra de otros grandes líricos dominicanos cuando el canon abrió paso al esteticismo sobre la poesía comprometida. Sus obras poéticas “La criatura terrestre” (1962), “Por los mares de la dama”, (1976), “Con el tambor de las islas”. Pluralemas” (1975), “Las edades del viento” (1979), “Congregación del cuerpo único” (1989) y “Las metamorfosis de Makandal” (1998), donde culmina con un entronque caribeñista, muestran el itinerario de excelente poeta. Rueda, en Makandal, obra en que mejor trabaja la lírica del mestizaje racial en el Caribe, queda a la altura de “Yelidá”, de Tomás Hernández Franco.
Pero no es solo en estos campos en que se puede apreciar la obra de este autor. En la narrativa breve, que venía trabajando desde principios de los sesenta, y que culmina en su obra “Papeles de Sara y otros relatos”(1985). Muestra en esta obra su dominio del arte de narrar; así como la construcción de personajes y situaciones; es sobresaliente su nouvelle “Laura en sábado” donde se destaca la representación de la ciudad y sus entornos. Sobre “Papeles de Sara” ha escrito Alcántara Almánzar que “revela elocuentemente la pasión por el arte de narrar, la veteranía de un maestro que conoce muchos trucos y que, sin embargo, los ha desechado todos en beneficio de la autenticidad”. (“La aventura interior”, 65)
En ese mismo campo, es necesario hablar de su novela “Bienvenida y la noche” (1995), Premio Anual de Novela, en la que Manuel Rueda narra el matrimonio de Trujillo con Bienvenida Ricardo en Montecristi. Creo que es una de las mejores novelas escritas en el siglo XX dominicano; con una trama creíble, con personajes, como Bienvenida, Trujillo y el niño, que se quedan en la memoria de los lectores. No está de más hablar de su prosa límpida, galante, que muestra a un narrador dueño de un lenguaje sin afectación que va más allá del uso que muchos escritores hacen actualmente.
Otro aspecto de la obra de Rueda, y donde se destacó de forma principalísima, fue como pianista, compositor y concertista. No soy el llamado a escribir sobre este aspecto, pero puedo remitir a Arístides Incháustegui en “Por amor al arte, notas sobre música, compositores e intérpretes dominicanos” (1995) quien enlista sus obras: “Misa quisqueyana”, “Navidad, luz del mundo”; “Padre nuestro”, entre otras, valora su actividad como concertista e informa sobre sus logros en el mundo musical.
La crítica literaria ha ponderado muy positivamente la poesía de Rueda. Por ejemplo, José Alcántara Almánzar en “Estudios de poesía dominicana” (1979) señaló: “hay también un grupo, no menos conocido internacionalmente, cuya obra —que posee excelentes cualidades— apunta en distinta dirección. Manuel Rueda (1921), perteneciente a este último grupo, es de esos intelectuales completos, sobresalientes, de una obra profundamente conceptual y erudita enraizada en lo popular, que no ha sido difundida en el país con la amplitud que ella reclama, a pesar de poseer una indiscutible esencia dominicana, y de haberse constituido su autor en el intelectual de referencia obligatoria en esta década”. (313).
Mientras que Bruno Rosario Candelier, en “La creación mitopoética, símbolos y arquetipos en la lírica dominicana” (1989), dice que “La aventura poética alcanza en Manuel Rueda el más alto nivel en la poesía vanguardista de la República Dominicana, y la creación literaria tiene en este prominente escritor a un representante de singular valía.” (209).
La pregunta que nos hacemos es, ¿por qué el canon ha relegado a este importante intelectual y poeta? ¿Por qué sus obras –poco estudiadas académicamente– no aparecen en las librerías y el conocimiento de ella es fragmentado? Creo, sin lugar a dudas, que esto se debe a que nuestro canon literario, a partir del sesenta, ha privilegiado al poeta político, al poeta portavoz del pueblo, y ha relegado a escritores, como Rueda, cuyos valores son estrictamente literarios.