EDUARDO JORGE PRATS
Todos estamos familiarizados con el populismo político y sus consecuencias. Las reformas económicas estructurales emprendidas a partir de los 80 y el hegemónico discurso político neoliberal han terminado de desacreditarlo, a pesar de lo que pudiera indicar el renacimiento de la izquierda populista (Chávez, Evo Morales y Kirchner). Lo interesante es que, aún en los países en donde se han asentado las reformas neoliberales (Europa y Chile, por citar dos ejemplos), el único populismo que no ha sido desterrado de la arena pública es el populismo penal.
La expresión populismo penal ha sido popularizada por el jurista francés Denis Salas. Con ella se alude a la estrategia que despliegan los actores políticos y del sistema penal cuando hay problemas de inseguridad ciudadana y que consiste en calmar el clamor popular mediante apelaciones al aumento de las penas, el endurecimiento de los castigos, la disminución de la imputabilidad penal juvenil, y una serie de leyes que posteriormente, a la hora de la implementación, no tienen un impacto real en la prevención y disminución del delito.
La República Dominicana no escapa al influjo del populismo penal como se evidencia claramente en los reclamos por una modificación del Código Procesal Penal, por el restablecimiento de la pena de muerte, la propuesta de las castración química como sanción contra los agresores sexuales, la solicitud de que los menores de edad sean juzgados como adultos, y, en sentido general, el clamor por mano dura en la policía.
El populismo penal como discurso y como práctica se radicaliza cuando se mezcla con una serie de tendencias y hábitos institucionales y culturales que caracterizan el sistema penal dominicano, como son: 1. El decisionismo judicial. Muchos jueces penales, a pesar de que la obligación de motivar es de carácter constitucional y de que ha sido consagrado en la Resolución 1920-2003 de la Suprema Corte de Justicia, fallan intuitivamente los casos, sin tomar en cuenta las pruebas y sin resistirse a la presión popular o del aparato burocrático en aras de conservar sus puestos. Otros son influidos por las líneas que bajan los voceros de la judicatura o las organizaciones ciudadanas que presionan en los tribunales por sus políticas públicas en detrimento de la independencia y la imparcialidad judicial.
2. La criminalización de los pobres y los excluidos.
El sistema penal activa y perpetúa una criminalización selectiva en base a estereotipos donde los segmentos sociales más pobres y excluidos resultan ser los sospechosos habituales.
3. La deshumanización de los infractores. Los cambios legislativos que proponen los populistas penales asumen a la ley como simple mecanismo de comunicación, lo cual demuestra que estamos en presencia de una sobrepuja demagógica más que ante un legislador preocupado por la aplicación efectiva de las disposiciones votadas. Como se desea responder a la expectativa de las víctimas, se tolera la deshumanización de los autores, los que son sistemáticamente asimilados a los monstruos, predadores, en fin enemigos de la sociedad. Todo esto es legitimado por un discurso penal autoritario del Derecho penal del enemigo (Jakobs) que debe ser rechazado por los más liberales como nos advierte Zaffaroni.
4. La expansión del Derecho Penal. El Derecho Penal aparece en el populismo penal no como la ultima ratio sino como el mecanismo ideal para ordenar la sociedad. Por eso se sancionan desde los delitos bagatela hasta aquellas conductas que bastaría con que fuesen reprimidas civil o administrativamente para que se alcanzasen los objetivos de pacificación social del ordenamiento.
Ante este populismo penal, sólo podemos insistir en que desde el Derecho Penal no es posible cambiar la sociedad. A fin de cuentas, no puede haber fundamento jurídico de la pena a nivel nacional como no puede haberlo de la guerra en el plano internacional. Por eso, el Derecho Penal sólo puede tener por misión humanizar la acción punitiva de las agencias estatales. Su función es y solo puede ser limitar el poder punitivo del Estado y evitar que éste termine erosionando las garantías últimas del Estado de Derecho. Es, como afirma Zaffaroni, un apéndice indispensable del derecho constitucional de todo estado constitucional de derecho, que protege a las víctimas y a los presuntos inocentes que quedan atrapados en las redes del sistema penal.