Ser lector no consiste primordialmente en leer unos textos concretos, llamados “literarios”, sino en leer de una peculiar manera. Es, en definitiva, la configuración de una determinada actitud placentera y gozosa de leer. Desde este punto de vista, no se puede ser un buen lector sin leer gozosamente un texto.
Leer de este modo viene a ser, así, una convocatoria a una manera subjetiva de leer. No se trata de una técnica del arte de la lectura, sino de la estética de una vida definida por la acción de leer. Ya la cuestión afecta a toda lectura, a todo lector. Y, entonces, resulta insuficiente hablar simplemente de placer de leer.
En tal sentido, la vida y obra de Roland Barthes son un vivo ejemplo de lo que acabo de decir.
Pero ¿cómo hablar barthesianamente de la lectura a partir de lo escrito? El discurso es siempre de alguien o para alguien. El arte del discurso está, por ello, destinado, pero también lo está el arte de escribir y el de la lectura que sigue a este. Pues, en efecto, escribir es siempre hacerlo para alguien, aunque en muchas ocasiones se trate de un destinatario indeterminado. Ahora bien, dada la disociación entre escritura y lectura, nos preguntamos: ¿cómo puede ser superada la distancia entre el sentido de un discurso fijado por el que escribe y el lector que lo atiende? Pero ¿y cómo pensar sin recrear lo que hay? Tal vez, precisamente quepa y deba hacerse porque somos lectores; quizás, porque somos lectura permanentemente reescrita.
Trazos del placer disuelto en escritura. Del texto del placer, al acto de leer. Soporte y hendidura: tramado de significación para la capacidad perceptiva de la legibilidad. Y desde la profundidad del símbolo, la textura emerge y se muestra como cuerpo. Cuando textura y trazo se hacen uno, en la posibilidad de la escritura, confluyen en la simbólica del cuerpo, que se muestra para la comprensión de lo legible. Así, mundo, naturaleza, ciudad, ser, son cuerpos en el milagro de la legibilidad del texto. La representación de la escritura como cuerpo, y del cuerpo como escritura, se desplaza del símbolo al referente y del referente al símbolo, como vasos comunicantes de intensa significación. “El placer del texto, según Roland Barthes, es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas—pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo. Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la consistencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje”.
El acto de leer se convierte así en el momento crucial del análisis de leer por puro placer. Sobre dicho acto descansa la capacidad del relato de la crítica de transfigurar la experiencia de leer en un acto de placer. Y, en esa medida, el poder de la ficción se muestra ligado al de la redescripción, y toda lectura ofrece la urdimbre de un espacio-mundo en el que cabe urdir otras lecturas: espacio de vida soportable, espacio de supervivencia. Nuestra propia vida se muestra como el campo de una actividad gozosa, mediante la cual intentamos reencontrar/recrear la identidad narrativa que nos constituye, como lectores hedónicos y festivos.
En esa medida, para Barthes, leer es negar el carácter definitivo de lo dado, negar sus perfiles de ejemplar aislado, a fin de experimentar plenamente el incentivo del juego, con reglas conocidas y sorpresas todavía desconocidas. Juego, como dijimos, ya antes empezado. Pero el sentido del texto únicamente se produce si el lector lo hace no solo según sus propias condiciones, sino ante todo según condiciones ajenas. Precisamente lo no idéntico es la condición del efecto, que se realiza en el lector, en cuanto constitución del sentido del texto. En la interacción entre texto y lector se reabren las posibilidades. Se trata de continuar la dinámica del placer y no de regodearse en una vacía visión que nada produce, una pura ojeada que parece leer pero ni atiende ni contempla, ni goza ni lee. El lector no tiene ya el papel de devorador ante un objeto que ha de consumirse, sino el de quien en la espera—más que en la expectativa—está abierto, según Barthes, a la que la obra obre, a la eventual agregación de sus efectos. Gracias a y por esa actitud, que es una actividad, (sumamente erótica, por cierto), ha de hablarse, por tanto, del lector como experiencia. La recepción (aísthesis) es, así, poética y catárquica. Leer es entonces reaccionar, reponer en acción. Asumir el texto como un acto erótico.
Barthes, invariablemente ha dicho Susan Sontang, actúa en un registro afable. No hay afirmaciones rudas ni proféticas, ni súplicas al lector, ni esfuerzos para “no” ser comprendido. Se trata de la seducción como juego, nunca como violación. “Toda la obra de Barthes es una exploración de lo histriónico y lo lúdico; de muchas e ingeniosas maneras, una excusa para el paladeo, para una relación festiva (más que dogmática o crédula) con las ideas. Para Barthes, como para Nietzsche, el fin no es alcanzar algo en particular. El fin es hacernos audaces, ágiles, sutiles, inteligentes, escépticos. Y dar placer”.
Solo entonces la obra nos dice y nos lee. Considerada por su obrar, se trata de captarla y concebirla como efectivo autor, o mejor como el autor mismo. Lo que habitualmente denominamos “autor” se esfuma y difumina como supuesto propietario del texto y viene a ser su primer lector, el efecto activo del funcionamiento de los enunciados.
La tensión “enfermiza” por apropiarnos del texto no es sino una expresión de la tensión por apropiarnos “a” nosotros mismos, “de” nosotros mismos, y eso es un proceso poblado y tejido de textos. Sin embargo, ha de reconocerse que la “intriga” es la obra común del texto y del lector. Y, en esa medida, es el acto de lectura el que, en efecto “realiza” la obra. Y, sencillamente, porque la lectura misma es ya una forma de vivir en el universo de la obra. Y sobre todo, porque la vida se presenta como una actividad y una pasión en búsqueda de relato.
Por eso, el sentido del texto no descansa, sin más en él, dormido, esperando ser liberado por la presupuesta genialidad de un lector. Y esta carencia es la matriz productiva para que siempre de nuevo, en los contextos más diversos, sea capaz de proporcionar un nuevo sentido, al “insensato juego” de leer. Ahora bien, si Umberto Eco ha subrayado que precisamente “de lo que no se puede teorizar hay que narrarlo”, la lectura, al reescribir, realimenta y reactiva no solo lo dicho sino también aquello que da qué decir. Gracias a ella se preserva lo no dicho, en virtud de lo que se dice y en lo que se dice. Esta es su narración.