Semblanza de Federico Henríquez Gratereaux

Semblanza de Federico Henríquez Gratereaux

Aunque si le hacemos caso, el hombre común, si es que logramos englobar a don Federico en esa categoría, dispone de una sola vida y de esta parcialmente: «una parte importante de nuestras vidas se nos escurre por la infancia (…). Después asistimos a la escuela donde nos imponen las letras y los números. Llegados a la mayoría de edad empieza a despuntar el carácter propio; aparece el feto de nuestra vocación (…). Enseguida experimentamos el choque con el contorno(…). Es el comienzo de la vida real, la vida personal de cada uno. A partir de ahí arranca nuestra auténtica vida». Quizás para él es el momento en que decide contradecir a su madre, quien le aconsejaba fervientemente que se dedicara a la contabilidad en lugar de a las letras.
Para seguir los pasos de las vividuras de nuestro Premio Nacional de Literatura habremos de hacerlo, como él nos enseña día a día en sus artículos, desde la respiración: a pleno pulmón, o quizás, tratándose de seguir la obra vital y literaria de don Federico, echando el bofe.
Su haz de trayectorias vitales está atado por el mimbre sutil y a la vez persistente de la palabra: el lector, el conversador, el periodista, el académico, el escritor. Y un eco de sus palabras se imbrica pertinaz entre las mías mientras voy trazando estas líneas.
El Federico Henríquez lector impenitente ha ido ensartando su figura humanística y su sobresaliente bagaje cultural; y ha ido poblando al conversador nato con su admirable verbo erudito, ese que es capaz de citar de memoria y, aparentemente sin esfuerzo, autores y obras, versos y anécdotas; una capacidad que nos admira en cada conversación, inconcebible para los que nos hemos formado en una escuela que desprecia la memoria. Escribió una vez Mora Serrano que Federico Henríquez Gratereaux es uno de los conversadores más extraordinarios que jamás tuvo este país de grandes conversadores. Para él las conversaciones amables «favorecen la digestión, el ritmo cardíaco y quién sabe si también regulan el metabolismo».
La ética vital de don Federico le exige llegar a ser el que es en potencia, el que reclama su vocación más íntima. No hacerlo se convierte para él en una inmoralidad. Su incómoda vocación personal y sus circunstancias vitales van tejiendo a su alrededor su tapiz vital: «ser escritor en un país pobre y con muchos analfabetos no es tarea fácil; no hay dinero para comprar libros, ni educación para apreciarlos. Para lograrlo debes ser, simultáneamente: editor, periodista, productor de televisión, impresor. Escribo libros de ensayos, folletos de sociografía, artículos periodísticos y otros textos inclasificables; no los escribo para ganar premios (aunque sus escritos son los responsables de que estemos hoy aquí entregándole el Nacional de Literatura); no los escribo para ganar premios, los redacto por una incoercible necesidad de expresión».
El periodismo es para él una rendija para el drenaje de sus humores y un ungüento expresivo para mitigar los dolores por su país. Con su ejercicio de palabras contadas, afirma, ha evitado al psiquiatra, ha ejercitado la inteligencia y ha desafiado su capacidad verbal para la comunicación apropiada. Cuando las columnas periodísticas le permiten hablar de poesía o de filosofía, miel sobre hojuelas, le sirven como soportes para su integridad personal: sostienen su gran pasión por la lengua como expresión del pensamiento; el valor terapeútico de la escritura que, a menudo, nos pasa desapercibido a los que la practicamos.
Pero escribir es también un vicio, una manía, un oficio perentorio, que no deja vivir al escritor que lo es «de raíz». El escritor periodista, y don Federico lo es (fue director general de El Siglo desde 1997 hasta su cierre en 2002, productor del programa de televisión Sobre el tapete, y columnista de diario en Hoy) mira a la realidad de forma abarcadora; «quiere ver lo que le rodea en el presente, penetrar el pasado y pronosticar el porvenir». Considera que, como escritor, está obligado a abrir bien los ojos; abrir bien los ojos para ver Un ciclón en una botella (1996), su contribución a la elaboración de la imagen sociográfica de la República Dominicana, a cuya historia se acerca, en calidad de naúfrago, a través de una «maraña de pasiones y de enigmas» solo pertrechado por la tabla de salvación de sus obras ensayísticas, género que domina con maestría y que le valió el Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña: Peña Battle y la dominicanidad; Un antillano en Israel; Negros de mentira y blancos de verdad; Cuando un gran estadista envejece; La globalización avanza hacia el pasado; La guerra civil en el corazón; Disparatario; Pecho y espalda; y abre bien los ojos para asistir a la La feria de las ideas donde analiza la literatura y el pensamiento expresados en nuestra lengua materna. Pero el escritor también está obligado a entornar los ojos y lanzarle una penetrante «mirada oblicua al mundo». Su «recia vocación intelectual», como la describe Rosario Candelier, le impide «saltar fuera de su sombra»; porque la responsabilidad del escritor, cercana a la del filósofo, es el conocimiento a través de un modo especial de vincularse con la realidad, compleja y enigmáticamente, a través de las palabras, «a modo de calador intuitivo que clavan en el gran saco del mundo».
Unas palabras que don Federico ha visto degradarse, tergiversarse, contaminarse por el uso de farsantes de toda calaña. Por el contrario admira don Federico la capacidad de escritores y filósofos para inventar «nuevas palabras para ayudarnos a sentir o a pensar con más intensidad y alcance intelectual. Muchas palabras viejas y gastadas ellos las remozan y echan a rodar de nuevo dentro del pueblo que las acuñó; que las reconoce enseguida y las acepta con el valor agregado que artistas y pensadores les imprimen». En su condición de novelista remozó el sustantivo novela añadiéndole el sufijo despectivo para transformarla en Ubres de novelastra (2008), y dilucidar con ella los problemas universales del ser humano a través de un ensayo estilístico sobre las falsas novelas.
Es su oficio de escritor el perfeccionamiento de la capacidad de expresión, en el que, como él mismo enumera, «entran en juego la formación académica, las lecturas superpuestas, la gramática de la escuela primaria, y hasta el modo de hablar de los padres». Y el dominio inteligente del buen decir tiene mucho de disciplina, «la disciplina del entendimiento, el rigor mental», que, «una vez se posee, sirve para todo, y no solo para la literatura o la filosofía».
Todas esas gotas han colmado el vaso lingüístico de Federico Henríquez, quien ocupa el sillón K en su condición de miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, de la que es subdirector, y correspondiente de la Real Academia Española; académico de una lengua, la nuestra, la de quinientos millones de hablantes y largos siglos de historia, que domina con la maestría, el humor y la gracia de los clásicos.
Hay dos facetas que en él admiro sobre las demás, por lo que tienen de faro para los que nos dedicamos a las letras y vivimos en estos tiempos, su dominio verbal y su presencia humana, que destila siempre amor y orgullo por su familia. Sé de su conciencia del tiempo y de la brevedad de la vida para dar cumplida cuenta de las tareas que nos restan por acometer. Cuando sus lectores, mal acostumbrados por su presencia diaria en la prensa, le reclaman por sus raros silencios, él les recuerda que tiene el derecho de echarse de vez en cuando a dormir sobre un pajonal.
No se le olvide a don Federico, no se te olvide, Federico, que el español ha ganado con tu ejercicio, que las letras dominicanas han ganado con tu figura y con tu dominio de la pluma y que tienes muchas tareas pendientes, por tu bien y por el nuestro.

Santo Domingo, 21 de febrero de 2017
María José Rincón González
Miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua

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