EL NARCISISMO EN EL ARTE

EL NARCISISMO EN EL ARTE

El acto de la representación plástica exige del artista una capacidad para desmontar el automatismo de la percepción visual y para articular todo un universo de formas que permitan “ver” el mundo de nuevo, con más profundidad. Al mismo tiempo que comprendemos que no hay una única forma privilegiada de mirar y de representar, con cada artista experimentamos, en Picasso con cada “momento” de su trabajo, que no vale sin más que abandonarse a lo ya visto, a lo ya sabido.

En cada caso, debemos comenzar otra vez, a ajustar nuestras maneras de ver a una visión distinta que nos revela nuevas dimensiones del mundo y de la experiencia.
De ahí, la dificultad de la visión. La nueva complejidad estética que atraviesa el arte contemporáneo, no centrada ya como en el pasado en los aspectos temáticos o alegóricos superpuestos a la “corrección” formal. Nada podía volver a ser como antes.
Cuatro siglos de tradición plástica articulada sobre la homogeneidad de la representación y la mirada, sobre la base de la convención de la perspectiva, habían entrado, definitiva e irreversiblemente, en crisis. La pluralidad de la representación se convertiría en el eje de desarrollo del arte nuevo y de la multiplicidad de propuestas expresivas y movimientos que han jalonado el devenir de la cultura de nuestro tiempo.
La revolución plástica y visual que culminaba con Picasso suponía la asunción artística de la no homogeneidad constitutiva de la cultura moderna y de sus rasgos definitorios: dispersión, pluralidad, discontinuidad, fragmentación.
La experiencia de la vida había cambiado, se había hecho intensamente diferente. Y, el arte ajustaba su lenguaje e intención a los nuevos tiempos, Baudelaire, en la poesía, había abierto el camino: la ciudad moderna posibilitaba y exigía un nuevo tipo de experiencia estética. Los adoquines de las calles eran los materiales de la nueva poesía. Y, más adelante, ya después de Picasso y el cubismo, Guillaume Apollinaire establecía en su poema “Zona” (escrito en 1912), el astillamiento de los géneros literarios tradicionales. El hombre del siglo XX encontraría la poesía en prospectos, catálogos y carteles. Y, la prosa en los periódicos.
El arte, el conjunto de las artes, había perdido su posición predominante en la configuración de la sensibilidad occidental. Tres nuevas vías concurrentes de experiencia estética, de gran potencia y expansividad, irían consolidándose a lo largo del siglo, modificando el antiguo escenario construidos sobre la jerarquía de lo artístico y la hegemonía del gusto.
Tres nuevas vías. El “diseño industrial”, cuya configuración definitiva viene dada por la fundación de la Bauhaus por Walter Gropius en 1919. Pero que hundía sus raíces en el siglo anterior, en propuestas como en la de William Morris, o en los inicios de siglo en Viena con los Talleres Vieneses, fundados el 19 de mayo de 1903.
Su impulso brotaba directamente de la importancia adquirida por las escuelas llamadas “artes aplicadas” en el último tercio del siglo XIX, como expresión de la búsqueda de un bienestar material y de una demanda de disfrute estético por las nuevas capas urbanas. La moda, el mobiliario, la decoración de interiores y los objetos domésticos se convierten en espacio de cristalización del gusto de las masas, vehículo de una nueva sensibilidad estética no ligada al elitismo aristocratizante del arte tradicional.
La “publicidad” había interrumpido con fuerza en el final del siglo parisino, dando un nuevo rostro a calles y locales comerciales: un lenguaje directo y agresivo reclamaba imperiosamente la atención del ciudadano moderno. Los carteles de Toulouse-Lautrec o la inscripción de las palabras en la imagen cubista muestran, desde un inicio, el impacto que causó en la representación visual.
La difusión de los primeros periódicos en el siglo XVII, difícilmente, se podría considerar masiva. Es en el siglo XIX, y particularmente en su segunda mitad, cuando los periódicos llegaron a ser tan baratos y a difundirse tan profusamente como hoy. Los periódicos de New York, París y Londres alcanzaron tiradas parecidas en el mismo período. Es entonces cuando puede situarse la aparición de los “medios de comunicación de masas”, el tercer factor no artístico que constituye, junto con las artes, el horizonte estético de nuestro tiempo.
El diseño, la publicidad, los medios de comunicación de masas: tres canales o vías de producción estética que brotan del giro impresionante que experimentó la vida en el siglo XIX. Los tres son un signo del rasgo definitorio por antonomasia del mundo occidental contemporáneo: la expansión de la técnica.
La industrialización, la formación de las grandes ciudades europeas y norteamericanas, la constitución de las multitudes, fueron los efectos de esa expansión, de la configuración de la vida por la técnica. Los objetos mecánicos y las máquinas, irrumpen y se multiplican con rapidez a lo largo del siglo XIX. Pronto son numerosas, incontables, frente a la antigua singularidad de los viejos autómatas. La magia se había hecho cotidiana. Y particularmente visible en uno de los signos de los tiempos: la velocidad. O en la plasmación mecánica de las imágenes visuales permitida por la fotografía. La vida va más deprisa. Y el dibujo, la pintura y la escultura, han dejado de ser la única forma, a través de la mano, de dar cuerpo a las imágenes.
La representación visual se emancipa de la habilidad o destreza manual, sobre la que se articulaba el privilegio jerárquico de las artes. La fotografía suponía, además, el surgimiento de nuevos espacios de la representación: la pornografía, la captación morbosa del dolor (patético caso: nuestros programas sabatinos de investigación, especializados en producciones visuales, morbosas y sensacionalistas, de las noticias semanales), el crimen y la muerte, o el control policial de la identidad (pasaportes, fichas, etc). Rasgos, todos ellos, que se irían progresivamente acentuando hasta hoy mismo, extendiendo un halo de narcisismo en la cultura contemporánea.
Es como si hubiera un éxtasis del arte y de la inspiración. Es como si lo que se había desarrollado magníficamente durante varios siglos se hubiera inmovilizado súbitamente, petrificado por su propia imagen y su propia riqueza. Detrás de todo el movimiento convulsivo del arte contemporáneo existe, según Jean Baudrillard, “una especie de inercia, algo que ya no consigue superarse y que gira sobre sí en una recurrencia cada vez más rápida. Éxtasis de la forma viva del arte, y al mismo tiempo, proliferación, inflación tumultuosa, variaciones múltiples sobre todas las formas anteriores (la vida motor de lo que ha muerto)”. En el fondo, dentro del desorden actual del arte podría leerse una ruptura del código secreto de la estética.
El arte se halla en la misma situación: en la fase de una circulación superrápida y de un “intercambio imposible”. Las “obras” ya no se intercambian, ni entre sí ni en valor referencial. Ya no tienen la complicidad secreta que constituye la fuerza secreta de una cultura. Ya no leemos, sólo las descodificamos de acuerdo con unos criterios cada vez más contradictorios.
Esta obscenidad arrastra consigo los restos de una ilusión de la profundidad, y la última pregunta que se podía seguir formulando a un mundo desencantado: ¿existe algún sentido oculto? Cuando todo está sobresignificado, el mismo sentido se hace inaferrable. Cuando todos los valores están sobreexpuestos, en una especie de éxtasis indiferente y vértigo exacerbado del yo, lo que aparece aniquilado es el crédito del valor estético.

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