Posiblemente es el que mejor conoció el comportamiento pusilánime de algunas figuras de la guerra de abril que sobresalieron como héroes y estuvieron ocultas mientras duró la contienda. Otros fueron prepotentes formulando necios reclamos amparados en rangos y funciones. La mayoría, sin embargo, demostró valentía y arriesgó con ardor su vida por la causa.
Pero Franklin Domínguez Hernández se inclina por dejarlos con sus glorias porque después algunos exhibieron su patriotismo y siguieron firmes en sus principios revolucionarios.
Prefiere contar el suplicio que en ocasiones representó para él haber sido director de la emisora oficial pues el Presidente le daba instrucciones que no todos querían acatar. “Que no se difunda nada sin tu firma”, “Que no entre nadie sin tu autorización” pero algunos se molestaban ante estas exigencias pese a que el inquieto director de Información y Prensa de ese convulso periodo hacía lo imposible por cumplir con tantas obligaciones inherentes a su cargo y además, ser obediente a los mandatos de Caamaño.
Uno de los más asiduos colaboradores de la estación era José Francisco Peña Gómez, a quien Juan Bosch llamaba para dictarle las alocuciones que él repetía. Protestó por la disposición del coronel pero luego se sometió a ella al igual que otros sobresalientes actores de ese proceso.
“Yo escribía también Una charla con el pueblo, un programa en el que hacíamos entrevistas a los soldados norteamericanos presos, recibíamos denuncias de la gente del pueblo, orientábamos e informábamos”, cuenta.
Fue él quien en los primeros días de la rebelión recibió los cables anunciando que venía el ejército norteamericano. “Se lo informé a Caamaño y nos preparamos porque ya comenzaríamos a pelear”, manifiesta.
“El empeño nuestro era mantener viva la emisora, avisamos cuando venían las tropas entrando por el norte” pero una ocasión de riesgo fue cuando se dañaron los equipos y Franklin tuvo que acudir a la antena de HIZ para transmitir. “De repente fuimos atacados”. La narración es extensa, dramática, la sobrevivencia fue milagrosa.
Con “Un día más, dominicanos” anunciado por Luis Acosta Tejeda, la voz de la revolución, se despertaba un país que esperaba tener noticias de las posiciones del líder máximo de esa gloriosa batalla, el coronel Caamaño. “La consigna era que no se callara nunca la emisora y llegamos a transmitir hasta desde una cocina. Dormíamos al lado y nos sacudíamos las balas”, significa.
Recuerda a la perfección el día que les rodearon la improvisada caseta donde hacían su trabajo Ercilio Veloz, Plinio Vargas Matos y él. “Estábamos expresando nuestra repulsa a Julio Postigo, y los evangélicos nos enviaban cartas protestando; su hijo estaba del lado nuestro y se sentía abochornado por su papá. En ese momento el CEFA nos cercó y solo se oía: ¡Están tirando! Ercilio y Plinio se metieron entre los transmisores y yo me pegué a la pared. Me quité, salí y cuando estaba afuera se desplomó el muro, Emilio y Plinio rompieron dos ventanas con los puños, nos tiramos, y no habíamos salido cuando el edificio de las antenas salió volando, no quedó block sobre block”.
Cuando Franklin se presentó en el edificio Copello Caamaño le observó: “Te ibas a dejar matar”. El hecho ocurrió el 14 de mayo.
Una bomba en el Copello. En la emisora Franklin trató de que el protagonista principal fuera el pueblo y no Caamaño que tampoco pedía ni ansiaba ese protagonismo, aclara. “Traté de armonizar y en cada programa exaltaba mucho al pueblo, el pueblo, el pueblo”. Pero también le preocupaba la imagen del coronel de abril. Advirtió en uno de sus discursos que hablaba muy rápido “y yo, como actor y director de teatro le aconsejé que debía ir más despacio. Le dije: le voy a marcar el próximo, y solo tuve que hacerlo la primera vez porque después él sabía. Era muy inteligente”.
Franklin tiene en la mente detalles como que a los periodistas y locutores les pagaban diez pesos y que en los primeros días de la contienda no ponían música porque “la idea era que estábamos de duelo. Pero un día se me apareció alguien con un himno, sin música y recordé el de Aníbal de Peña y lo tiré. La gente se enardeció, desapareció la frialdad y a una voz se escuchaba: “¡A luchar soldados valientes, que empezó la revolución…!
Civiles y militares constitucionalistas eran una presencia constante en la estación pero los fijos, expresa, eran Héctor Lachapelle y Lora Fernández.
Declara que el Caamaño que conoció “era un hombre de trato afable, respetuoso, receptivo, me demostró mucha confianza. Me informaba asuntos confidenciales para que yo pudiera programar la emisión del día”.
Agrega: “Recuerdo esa transformación que sufrió de haber sido casco negro a ser un auténtico patriota; su ira cuando llevaron el cadáver de Fernández Domínguez; las respuestas formidables que tenía para los periodistas, era muy equilibrado, admirado, respetado”.
Tiene el lamento de “cuando entraron los americanos y les mataron los hijos al abogado Toño Jiménez” y la grata reminiscencia que fue “esa bella confraternidad, ese afán de entrega del pueblo dominicano donde se encuentran los verdaderos héroes anónimos. Barrían, limpiaban, colaban café… Hubo gente que se entregó de lleno, se identificó plenamente. Este pueblo se enfrentó a una fuerza tan poderosa como los norteamericanos y en los comandos no solo había tensión ni expectativa bélica: hacían veladas”.
Confiesa que cuando terminó la guerra Iván García y él lloraron porque ese espíritu y ese valor fueron hermosos”.
En medio de la tristeza por la despedida de aquella gesta heroica Franklin narra que “el Copello era un peligro permanente en el que casi siempre había que andar en cuatro patas” y refiere lo ocurrido el día que corrió el rumor de que iban a poner una bomba en el edificio y Héctor Aristy, ministro del gobierno caamañista, se le acercó: “Franklin, dé instrucciones precisas para que nadie entre aquí si no es autorizado por usted, salvo Caamaño”.
Pero sonriendo agrega que al primero que los celosos guardias se llevaron preso fue al propio ministro Aristy porque intentó entrar sin la debida licencia que solo podía otorgar Franklin.