Oleaje de las cosas

Oleaje de las cosas

Hay escritores – cultos e inteligentes – que no consiguen nunca escribir con suficiente “expresividad y poder persuasorio”; piensan menos en el problema que tienen delante que en lo que dirán los lectores de sus trabajos literarios; les preocupa que sus temas parezcan “atrasados asuntos” del siglo XIX o del siglo XVIII. Desean estar “en la cresta de la ola”, participar en el “último grito de la moda intelectual”. Los grandes problemas de los hombres son eternos; tienen una cara antigua y otra contemporánea, que es difícil ver en su integridad. Los asuntos humanos permanentes operan con un “corsi-ricorsi”, un ir y venir que nos hace creer que han desaparecido cuando, en realidad, están a punto de volver.

El empeño en estar “up-to-day” incluye el uso de términos técnicos de computación, o frases propias del lenguaje de publicistas y mercadólogos. Las palabras de la lengua común llegan a parecerles “demasiado comunes” para redactar con ellas sus “comunicaciones académicas”. Una vez se ponen de moda las expresiones de “los futurólogos”, son adoptadas por escritores y periodistas que disfrutan envolviéndose en ese “ropaje verbal” ajeno. Es triste comprobar que cuando no se trata de un futurólogo, puede ser algún lingüista que les preste algunas palabrejas, más prestigiosas que decidoras, más rimbombantes que aclaradoras. Chomsky y Skinner, dos intelectuales creativos, han contribuido sin quererlo al fracaso de algunos escritores “miméticos”.
Los trabajos intelectuales o estéticos, deberían ser enfrentados en la lengua de todos los días, con muy pocas “ayudas terminológicas procedentes del extranjero”. En primer lugar, para no oscurecer la comunicación con el lector; y además, para no confundir al propio expositor en su navegación entre objetos poco diferenciados o recubiertos de bruma. El chisporroteo de las pretensiones intelectuales les hace perder energía nerviosa, imprescindible para esclarecer los verdaderos problemas.
Todo se resume a “estar pendiente de los otros”; unas veces para imitarles, otras veces para denostarles. Si un escritor mira, desde alguna playa del mundo, “el oleaje de las cosas”, no debe permitir que le entre arena en los ojos. Debe mirar el oleaje detenidamente, intentar descomponer los colores de las aguas, medir la fuerza de las mareas e identificar peces escondidos. Para eso vienen al mundo los escritores.

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