Usar o no usar sombrero es hoy una decisión personal. En los tiempos de nuestros abuelos el sombrero se llevaba con arreglo a rígidas costumbres establecidas, con muchos años de vigencia. Todos sabían qué prendas de vestir debían ser usadas en bautizos, matrimonios, funerales. El sombrero de Balaguer es un caso patético de “sobrevivencia marginal” de un uso periclitado. Balaguer llevaba el sombrero en las manos con más frecuencia que en la cabeza. No olvidaba el sombrero, pero lo usaba muy poco. Algo así como decir: soy un hombre bien criado; ando siempre con el sombrero, pero no me lo pongo nunca; es un hábito “mandado a guardar”.
Para la Iglesia, las monarquías, las universidades, las cuestiones ceremoniales son esenciales. Muestran o indican, de manera continua, la tabla de valores de jerarcas, reyes, rectores; de modo oblicuo subrayan la importancia de las creencias religiosas, de las leyes y sabidurías académicas. Las sociedades perciben esas señales simbólicas de los “semáforos del poder político”. Lamentablemente, en los últimos tiempos, han desaparecido muchas de estas costumbres, estigmatizadas con el nombre de “meras formalidades”. Como el sombrero de Balaguer, siguen existiendo en forma residual, sin ningún “oficio real”. Es una lástima que así sea, porque la muerte y el nacimiento reclaman estrictos ceremoniales.
Ahora, al ver las honras fúnebres del doctor Rafael Molina Morillo, entiendo mejor las ideas de Pepín Corripio. Hace unos cuantos años, en la isla de Jamaica, acompañé a Pepín Corripio a una farmacia a comprar un medicamento para el director del periódico “Hoy”, entonces Cuchito Álvarez, quien había sufrido un infarto cardíaco. Este director estuvo activo hasta muy avanzada edad. Murió en su cargo. Es el mismo caso de Radhamés Gómez Pepín, director de “El Nacional”. Continuaba al frente de su periódico en silla de ruedas.
Molina Morillo cumplió un papel relevante en el periodismo dominicano; de eso no cabe ninguna duda. Sentó escuela, fundó medios y actuó sin parar por años y años. También muere en su puesto de director. En nuestra época “de malas palabras”, denuncias y denigraciones, es estimulante que los periodistas mueran viejos, enfermos y en sus cargos. Esta política, según parece, comenzó en las empresas de Corripio hace décadas.