Con amarga consistencia, el país rompe los moldes de lo absurdo. La superficialidad ganando espacios, lo banal con categoría dirigencial y el enfermizo afán de que las formas sustituyan el fondo. Lamentablemente, así andamos.
Aquí los espacios para la discusión sensata y el debate de ideas han sido sustituidos por una aberrante modalidad de la propaganda que, tiene propaladores de la peor calaña, estructurando la arquitectura de la opinión, publicada por la fuerza de los recursos económicos, pero reputada de pública.
El escaso contenido y rigurosidad de los alegatos que afloran alrededor de los temas de nación están más orientados a ser simpáticos a franjas determinadas que al interés de ilustrar a los ciudadanos. Por eso, se constituyen en secuestrados de líneas informativas alejadas de la verdad, altamente nociva y pieza básica de los índices de confusión y desorientación.
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Ahora, el abordaje alrededor del conflicto fronterizo deja poco espacio para el riguroso análisis del acuerdo de 1929, las características económicas e impacto del comercio en la zona y los ejes de una comunidad internacional distante de entender la insostenibilidad financiera para el país. Desafortunadamente, al reducir las voces por los senderos de lo estrictamente » patriótico » y reputar de «traición» criterios disidentes de la retórica oficial, desaprovechamos una oportunidad especial en la estructuración de una real agenda dominico/haitiana
Un conflicto, originalmente hídrico que nos obliga a su preservación como herramienta del patrimonio medioambiental, en la medida que se asumen distante de la racionalidad crea dos situaciones graves: un aumento del relato del débil y oprimido que seduce segmentos liberales en Europa y Estados Unidos, y en segundo orden, la factibilidad de un liderazgo político en el vecino en capacidad de galvanizar los electores apelando al discurso antidominicano.
Debemos volver a la racionalidad y olvidarnos de la fatal lógica de que, el reloj electoral, paute conductas y discursos. De lo contrario, el terreno fértil para demagogos estará siempre apto, sin medir las consecuencias, dañando una convivencia que se hace auténtica en la medida que la clase política, de ambos lados de la isla, piensan como estadistas y jamás de falsos profetas del nacionalismo.
La intensidad y firmeza en la defensa del interés nacional no puede producir locuras ni agitar tragedias que lancen a sus actores al zafacón de la historia.