Pegados unos a otros, como interminable línea de niños tomados de las manos, van moviéndose homogéneamente los minutos. Nosotros, inmóviles en un lugar del tiempo, el presente, vemos esa línea que se pierde delante y detrás nuestro -en lo futuro y en lo pasado- y no podemos distinguir los rostros de los minutos que aún faltan por pasar, y saber si habrán de ser ellos desagradables o placenteros, si ásperos o suaves, si amargos o dulces. Apenas si, desfigurados por el contacto de nuestras pasiones y vivencias, podemos recordar la verdadera faz de los minutos ya dibujados en lo pasado.
Y nos preguntamos con las palabras de san Agustín: “Quid ergo es tempus?”, ¿Qué es el tiempo? Y se respondía a sí mismo: “Si no me lo preguntan lo sé, si lo quiero explicar, no lo sé”. Él consideraba el tiempo creación de Dios.
Platón lo consideraba obra del Demiurgo, y producido por la incesante energía del alma.
Nosotros, seres humanos pegados por las limaduras de hierro al imán del planeta Tierra, que hacemos esfuerzos enormes por alcanzar la canica de plata que al lado nuestro brilla en las noches, poco logramos con nuestras escapadas mentales por el espacio insondable de la elucubración. En ese campo nada hemos adelantado, y, si queremos encontrar fuertes pilares de la sabiduría, aún están firmes las enseñanzas sobre el hombre que heredáramos de los siete sabios de la antigua Grecia, cuyas observaciones, comprimidas en breves frases, son siempre actuales.
Más allá del razonamiento sobre el hombre, allende las consecuencias de ese razonamiento, los filósofos se han debatido sin asidero.
Así que del tiempo, sin entrar en las especulaciones posteriores a la teoría de la relatividad, que unió los conceptos de espacio y tiempo, nos resta saber que transcurre continuamente, que no conocemos de su principio o su fin, más que el carácter de su continuidad.
La lección de continuidad que nos da el tiempo ha sido parcialmente aprovechada. En gran parte hemos sido obligados a aprovecharla por la invariable longitud de los días y las noches, por la periodicidad con que el cansancio, el sueño, el hambre, la sed, la necesidad de actuar, se presentan.
Se descubrió, mucho ha, un curioso incremento en la acumulación de beneficios cuando actuaba conforme a un sentido de continuidad sistemática y equidistante. Por ejemplo: hay una mejor acumulación de conocimientos cuando diariamente se designan horas fijas al estudio, cuando entre cada tiempo de trabajo se establece un espacio de igual longitud. Cada grupo de horas de estudio, separadas por un espacio similar, producen una línea de continuidad que ofrece espléndidos resultados.
Podría argumentarse que los grandes sabios de la humanidad no han vivido esclavizados al reloj para establecer una perfecta línea de continuidad en sus estudios, pero si observamos con cuidado descubriremos que la gran mayoría obedeció y obedece al impulso de estudiar especialmente en ciertos momentos; digamos que en las primeras horas del día, o a media tarde, o durante la hora del crepúsculo, tal vez en alta noche… y recordemos que dentro de nuestro mecanismo existen relojes de alarma que nos despiertan a ciertas horas y que nos empujan a determinadas acciones en determinados momentos.
El triunfador es quien obedece más a las propias inducciones del trabajo que a las autosugerencias de holganza, y suele recibir esos llamados al trabajo, en forma que sigue un sentido interno de continuidad.
El éxito no admite blanduras caprichosas en la tarea constructiva.
Éxito es ritmo y disciplina.