Compartir afectos es una experiencia edificante, probablemente una de las más auténticas y trascendentes, sin la cual la vida carece de sentido, sobre todo en la familia, en las relaciones y el trato entre personas cercanas por circunstancias que se van tejiendo con el discurrir del tiempo
Este aspecto, que a veces queda relegado o al que no se le da en ocasiones su debida significación, entre otras cosas por las urgencias que impone la vida cotidiana, fue subrayado en el panegírico pronunciado para despedir en el cementerio Cristo Redentor los restos de Teodoro Báez, un verdadero artista de la ebanistería que se distinguió por su mansedumbre, su vocación de servicio y su entrega familiar.
En su adolescencia, tanto él como un hermano de crianza habían tenido la dicha de contar con una madre común no biológica, pero sí amorosa y protectora bajo cuya orientación crecieron y se desarrollaron para luego insertarse en el mercado laboral y formar sus propias familias.
Tía Emma o Mema, como se dirigía a ella el entonces joven Teodoro, no tuvo hijos propios, pero su apoyo material y emocional a sus sobrinos y a todos los que acudían a ella, hizo de su hogar acogedor, un lugar buscado y deseado porque allí había una verdadera madre y guía en todo el sentido de la palabra.
Esta mujer excepcional había acogido gratamente en su casa desde que era pequeño al jovencito que había llegado allí de la mano de Don Alfredo, un hombre de una especial sensibilidad.
Con el paso del tiempo y un cariño cada vez más cálido que recibía de parte de ella, ese receptivo hogar sería durante un buen tiempo su casa permanente hasta que encontró a Chago, quien sería su entrañable compañera y con quien procreó a José Luis, Carlitos e Ingrid.
Aunque había alcanzado la mayoría de edad para tomar sus propias decisiones, cuando llegó ese momento de elegir, la cuidadosa protectora se preocupó de indagar en el vecindario del barrio de San Carlos el historial de la novia, pues quería evitar que su hijo diera un paso en falso.
Al conocerla y tratarla, Emma experimentó gran satisfacción, un sentimiento que con el paso de los años se afianzó y que tuvo uno de sus puntos de mayor disfrute para ella cuando esta pareja tuvo su primer hijo, que sería mimado y recibido por esta madre auténtica como el nieto que no había podido tener pero que la vida y su obra de bien le habían proporcionado.
Poco dada a salir a cierta distancia de su casa, como no fuera al hogar de Los Robles, a solo una cuadra en el vecindario sancarleño, ella dejaba de lado esa pauta para en cada cumpleaños del nieto, acudir sin olvido a llevarle un presente, lo que entrelazó una bella historia de afectos entre ella y todos los miembros de la familia de Teodoro.
Algo bonito y admirable es que en lugar de tener quejas o recelos mutuos, tanto Emma como Tomasina, la madre biológica de Teodoro, mantuvieron una relación de aprecio y valoración personal, pues tenían un hijo en común para querer y compartir, sin que estos cariños se vieran empañados por egoísmos o envidias.
Teodoro se destacó como un creativo ebanista; cada uno de sus proyectos comenzaba con un dibujo que luego plasmaba físicamente con precisión y belleza y siempre con un objetivo de perfección suprema. En la despedida en el camposanto se destacó que ante la más mínima deformación advertida, no vacilaba en corregir o deshacer parte o la totalidad de lo realizado, aunque le tomara tiempo o tuviera que incurrir en un gasto adicional.