La posmodernidad valora lo que se ve y lo que se toca, quien nada tiene que exhibir, o que enrostrar a los demás, no ha logrado el “éxito”. Al menos así lo dice el mercado. De ahí que nadie quiera pasar desapercibido, mucho menos aceptar vivir de manera simple, debido a que la sociedad te aplasta, te pone a hacer filas, te recuerda que si en el presente no tienes nada y, sin en el futuro inmediato tampoco vas a tener movilidad social, entonces, la paga es la indiferencia, el silencio, el dar la espalda y dejarte tocando la puerta. Es de ahí la agonía y la necesidad visceral por el nuevo estatus o la nueva posición en el orden social, económico, jurídico, político, intelectual, donde los demás sientan y olfateen que el nivel de vida es diferente y desigual al resto de los ciudadanos. El estatus, entonces, despierta a los dormidos sociales, les abre el apetito y la voracidad al conglomerado social que ve sin asombro que quien logró estatus, es decir, cosas que mostrar, sin importar el cómo, ni el cuándo, tiene la luz verde social, -legitimación-, y si para bien es poseedor de un grupo que lo valida, entonces, pasó el examen. Sin embargo, lograr el estatus en sociedades imprescindibles es fácil, a veces lo difícil es mantenerlo y la agonía es saber si terminaré o moriré con él.
El estatus ha llevado a muchas gentes a despersonalizarse, a deshumanizarse, a cambiar de pareja, a sustituir familia, a traicionar amigos, a perder la dignidad y la vergüenza. La gente ha sentido la necesidad de poner el estatus por encima de la condición de ser persona.
La agonía que todo esto encierra nos dice las tantas preocupaciones que llevan a la movilización de las personas a sentir la necesidad de ser tomados en cuenta o de cómo nos valoran y en función de esto es que muchas personas desean el “éxito”, el lograr reconocimiento social, debido a que son vistos como derrotados sociales.
Las sociedades atrapadas miden el estatus en función de los bienes: dinero, casa, tierras, vehículos, fama, estilo de vida, etcétera. Las sociedades abiertas y dinámicas perciben el estatus en función del conocimiento, del talento, del sentido de la utilidad social de sus ciudadanos. Es decir, gana más notoriedad quien logra alcanzar más servicio al desarrollo social de los demás. Las sociedades que apuestan al mercado, a lo material, terminan evaluando al ser humano en función del “estatus”. De ahí que nadie quiera esperar, de lo contrario eres un fracasado social. El costo de ese estatus lo estamos viendo, no solamente están los “ellos” y los “nosotros”, sino también los “iguales”. Esta nueva agonía es perversa, yo lo percibo como un acoso moral, de una sociedad éticamente enferma y moralmente de rodillas.
Termino diciendo que cuando una persona logra un alto estatus, sin prestigio, sin dignidad, donde la familia y la sociedad saben de la agonía de ese nuevo “estatus”, todo se convierte en una trampa, en una verdadera miseria humana. Un estatus arrebatador es como un barco grande y lujoso, pero desanclado; sus debilidades e inquietud están en sus anclas, debido a que no ha logrado sus metas, ni propósitos, con el coraje del talento, ni del trabajo; más bien, sus peldaños se han construido asesinando sus propios valores. De ahí que la incertidumbre y la agonía se adueñen de la existencia, angustia el alma y el cuerpo. Cientos de personas confunden el éxito y la realización con el solo hecho de haber logrado un nuevo estatus. Sin embargo, hoy sabemos que se puede lograr estatus, pero no ser exitoso; pero también se puede tener éxito y no llegar a la realización. Las buenas anclas llevan al nuevo estatus, al éxito, y a la realización personal, favoreciendo el bienestar y la felicidad de las personas, de las familias, las parejas y los ciudadanos.