Le oí decir a un campesino en Dajabón, “cotorra vieja no aprende a hablar”. En la primera lectura de hoy, día de la Ascensión del Señor (Hechos 1, 1- 11) encontramos a Jesús despidiéndose de los discípulos. Les había dado un cursillo intensivo durante cuarenta días sobre su nueva vida y el Reino de Dios. Los alertó sobre su próximo bautismo en el Espíritu Santo, pero ellos seguían presos de sus viejos esquemas, por eso le preguntaron: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”. Hace poco meditábamos la desilusión de los discípulos que caminaban hacia Emaús con la muerte en cruz de Jesús. Cual cotorras viejas se quejaban: “nosotros esperábamos que Jesús iba a liberar a Israel”.
Otros discípulos, después de ver partir a Jesús, se quedan “plantados mirando al cielo”.
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A lo largo de los siglos, muchas veces los cristianos hemos caído en las dos tentaciones. Unos tendemos a reducir a Jesús y su mensaje a una fuerza o programa para tomar el poder. Otros se desentienden de esta tierra y se dedican a vender boletos para la vida eterna, porque la terrenal, tan problemática, les da miedo.
La Ascensión de Jesús nos revela nuestra identidad más profunda como cristianos: nos toca ser sus testigos. Para los primeros discípulos, el reto fue meterse en la Jerusalén asesina y luego recorrer el mundo. Para nosotros, es adentrarnos en las luchas donde se juega la vida humana y allí dar testimonio de la esperanza a la que nos llama (Efesios 1, 17- 23). Salgámonos de esas vanas elucubraciones sobre el fin del mundo, eso no nos toca a nosotros. Lo nuestro es dar testimonio, construyendo relaciones basadas en el amor y la justicia, que siempre empieza por los más pequeños. Sobran candidatos, faltan testigos.