El crepúsculo la miró de frente,
Dibujó su figura en el espacio
Y le dio su último ramo de luz,
Que fue prendiendo rosas
En su entraña…
Un rosal de pupilas entrañables
Despertaron sus dormidas estancias,
Desempolvando las voces del tiempo,
Que abrieron las ventanas
De su casa.
Hace unos días mi compañero de vida, Rafael, me envió un video que había recibido gracias a las redes sociales, en el que Joan Manuel Serrat, antes de iniciar una de sus hermosas canciones, hacía una crítica a la sociedad occidental de hoy, que por amor a la apariencia, vanagloria a la juventud, despreciando a aquellos que se hacen viejos, convirtiéndolos en cosas que después de usarlas, se desechan, a los hombres y mujeres que fueron niños y luego jóvenes y en su momento habían hecho sus aportes a la sociedad. Vi varias veces el video, y mi alma y mi mente comenzaron a bullir.
Estoy en esa etapa intermedia que algunos llaman “la juventud de la vejez”. Estoy en el umbral de mi vejez. Ya no tejo sueños, no tengo tiempo y no quiero tejer nada. Solo quiero vivir cada día con la intensidad que mis fuerzas me lo permitan. Me río de los miedos, añoranzas y temores de mis años mozos. Me divierto pensando en aquellas preguntas que me atormentaban. Miro los retratos y siento el peso del tiempo que ha dejado huellas en el alma, en el rostro y en el cuerpo.
Sentada estoy en este domingo tranquilo al lado de Rafael que lee un informe, mientras yo, escribo frente a la ventana del estudio para disfrutar el atardecer, que como mi vida, la luz del sol es tenue, se apaga para hacer lugar a la luna que llegará en unos instantes. Ese momento hermoso de rayos rojos que refleja el cielo mientras se va ocultando, para dar paso a la oscuridad de la noche, me fascina, porque constituye una hermosa parodia de la vida.
Busqué sin éxito los poemas de mi juventud. Parece ser que desaparecieron con el paso del tiempo. Solo recuerdo algunas de sus versos, y me doy cuenta que me he apegado desde siempre y por siempre a la lluvia, porque el llanto libera. Y al recordar esos pasajes de mi vida, percibo que mi alma se ha resistido a llevar el ritmo de mi cuerpo. Ella no quiere apegarse a las arrugas, ni al blanco de mi pelo. Quiere seguir danzando al compás de las ilusiones y de los sueños inconclusos.
Y, al son del atardecer, del sol que se aleja lentamente, desmigajo los ocasos de mi vida y me asaltan los recuerdos, las ternuras infinitas, las cenizas de mis fracasos y heridas, y las imágenes de los que he amado y ya no están. También he vuelto a decir adiós ¡hasta nunca! a los que me mintieron utilizando subterfugios de vulgar hipocresía y que el tiempo se encargó de descubrirlos. Sí, así es, todos y cada uno de nosotros tenemos heridas y cicatrices a cuestas.
Me detengo de escribir y contemplo de nuevo el cielo. El tiempo el implacable no se detiene. El sol lucha por mantener la luz, pero la noche acecha para dar por terminado el atardecer de este domingo tranquilo, lleno de lluvia, de llanto, de pasos apresurados para no caer bajo el implacable aguacero que irrumpió por todas partes.
Me doy cuenta que la noche que se acerca me abraza de nuevo y anuncia la llegada de nuevos recuerdos. De besos escondidos, de arrebatos juveniles, de prisas juveniles para poder correr por todas partes y llegar a la luna y al sol. Ahora, con el tiempo, me doy cuenta que los días solo tienen 24 horas y que a veces solo perseguimos espejismos. Por suerte me di cuenta a tiempo. Me detuve de nuevo. Abrí las ventanas y las puertas, y a riesgo de que un virus hiciera de la suya, quise sentir la brisa de la tarde para sentir que todavía estoy viva, y que todavía puedo caminar, respirar y soñar.
Ya no tengo tantas prisas, aunque algunas de mis amigas crean lo contrario, me obligo a ir más despacio. Mis pies están más endurecidos, aunque mi alma quiera seguir transitando por caminos llenos de espejismos y de utopías. Pero me doy cuenta que ya no tengo el fuego de antes. Mi llama es más tenue. Y eso me obliga a disminuir la marcha.
Y mientras mis dedos se mueven sin detenerse en las teclas de la computadora, mi alma vuelve a la reflexión de Serrat. Yo tampoco quiero ser un objeto en desuso porque he tenido la dicha de vivir, de ser testigo de atardeceres, de cumplir años, y por tanto, de envejecer. No aceptaré nunca ser desechada. Creo en la vida humana y defiendo el valor de la experiencia.
Y mientras escribo estas palabras, mi alma llega a los aprendizajes de mis padres, que nos enseñaron, a mí y mis hermanos, que vivir es un privilegio tan hermoso como envejecer. Que la vejez es un milagro, un regalo maravilloso por haber sorteado múltiples dificultades. Por esta razón, hay que venerar a los mayores, reconocer el mérito de haber vivido.
Y mientras escribo estas palabras, pienso en los hombres y mujeres que se resisten a reconocer que han vivido. Que cada arruga del cuerpo es una distinción obtenida en las batallas ganadas en el arte de vivir.
Escribo estas palabras, volví de nuevo mi vista hacia la ventana. El cielo ya está negro. La luna está tenue por las nubes. Y allá en el lejano horizonte todavía hay un rayo de luz solar que se resiste a descansar, aunque sabe que mañana nos regalará un nuevo día.
No sé si podré llegar a la noche existencial. Ojalá que mi cuerpo resista para superar el atardecer. Me aferro a cada día. Doy gracias al Dios de todos por cada amanecer del que soy testigo, por el milagro de ser capaz de ver y sentir lo que me rodea. Doy gracias por mis virtudes, mis errores, mis triunfos y mis fracasos.
En el atardecer de mi existencia, reivindico el valor de la vida, y el respeto y admiración a los que han vivido con dignidad.
Ya se ocultó el último rayo. La noche se apoderó del cielo. Las estrellas permanecen ocultas. Parece ser que se anuncian nuevas lluvias, nuevos llantos.