Al final, nadie puede contra su naturaleza

Al final, nadie puede contra su naturaleza

Guido Gómez Mazara

Un olvidado Ángel corre el riesgo de lo consignado en Génesis 40-23 respecto de los coperos que, olvidándose de su protector, trazaron la senda de un olvido reputado de materia prima de la ingratitud. Hoy, están olvidadas las visitas para financiar campañas al Congreso, presidencial y múltiples piruetas sustentadoras de modificación a la carta fundamental. El edificio y sus cámaras sirven como testigo de insistencias en materia de recaudación clientelar. Y la calle Pedro Henríquez Ureña pone en evidencia las destrezas del ministro, hábil y exitoso en el mundo de la construcción, de observador mudo del carioca repartidor, pieza de escándalo en su país de origen, pero caja negra de inmensas complicidades en el mundo de la politiquería local. Llegado el tiempo de los acomodos éticos, la maquinaria del poder seleccionó sus imputados, dejándole a la jurisdicción privilegiada la no ejecución de responsables que, a golpes de mayoría electoral, encontraron descargos y un no recurrir del Ministerio Público de prueba inequívoca de las fantasmales interpretaciones sobre la moral de los nuevos inquilinos de la mansión gubernamental. La gente observa, pocos se reputan de tontos. Ya el «colorao» no es Ángel sino pieza de olvido. Así lo esquivan. Aunque antes, su bondad y don de gente se festejaba en cualquier restaurante capitalino y/o visitando los predios de Hato Mayor.

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A golpes de queso y vino, se juraban lealtades, disueltas frente al peso de sentencias tan peligrosas que harían extensivas confesiones de verdades presumidas y atascadas en la garganta del ingenuo creyente, siempre ilusionado de la doble vía. ¡Qué equivocado! Un desleal no se despoja de su condición. No importa la multiplicidad de vallas promocionales en el circuito exquisito de los sectores «popis», una gracia de poder facultando amarres de entendimientos con fuerzas disminuidas en la consideración ciudadana, sedientas de cuotas en futuros Gobiernos y la ilusión de una vuelta al barrio que borre décadas de exclusión y marginalidad. Al final, nadie puede contra su naturaleza. En el fondo es la reacción iracunda ante un náufrago social que jugó con las reglas invertidas de un sistema que le pone límites y techo al advenedizo. Irónicamente, otros parámetros operan con los afortunados de siempre, aptos en la inversión del candidato y egregios beneficiarios en las contrataciones públicas. De ahí la suerte actual, incomprensible en la cancha de los que pensamos la urgencia de medir igual a todos los jugadores. Y de nuevo, en el otoño memorioso de su existencia, todo silencio termina soltándose y complicándole la vida a quienes se sienten seguros.