En la Antigua Mesopotamia, en el año 4,000 a.C., hay evidencias de que usaban un retrete o inodoro sin agua que desaguaba en un pozo, con asientos fabricados de ladrillo. Su sistema de alcantarillado conducía esos residuos lejos de las murallas de la ciudad.
Los egipcios también tenían un retrete con asiento de piedra caliza que enviaba los desechos a una caja llena de arena que luego se limpiaba.
Los castillos medievales tenían “la canaleta de la limpieza” o “la jardinera”, desde donde caía con la fuerza de la gravedad al foso que rodea el castillo.
Los romanos tenían su sistema de letrinas públicas con agua corriente, que se llevaba de inmediato las deposiciones hacia una serie de cloacas subterráneas, así los malos olores eran mínimos. A la caída del imperio, el sistema dejó de usarse y por mucho tiempo los orines se tiraban a la calle al grito de ”agua va”.
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En 1596, Sir John Harrington, ahijado de la reina Isabel I de Inglaterra, inventó un inodoro conectado a un depósito de agua que, al descargarlo, el agua arrastraba los deshechos. La reina Isabel I le pidió que le instalara uno en el palacio, pero le negó la patente para que no pudiera fabricar más.
En 1775, Alexander Cummings, un relojero londinense, patentó un inodoro con agua limpia que arrastraba los residuos a través de un sifón en forma de S para impedir que los malos olores subieran.
Luego el ebanista Joseph Braham, ideo dos válvulas para evitar el escape frecuente del depósito de agua, y en 1778 patentó su nuevo modelo de retrete con mucho éxito.
En 1819, Albert Giblin creó un modelo de inodoro muy parecido a los actuales, sin válvulas. En 1849, Thomas Twyford fabricó los primeros inodoros de cerámica. En los 1800, Thomas Crapper inventó el “flotante” que cierra automáticamente el flujo del agua.