Por vía de Policarpo Patiño, el Supremo, gestó la funesta idea de decretar su muerte, y así determinar la reacción de sus adversarios, deseosos de sustituirle, pero desprovistos de las pericias indispensables “alcanzadas” en 26 años de gobierno. Augusto Roa Bastos dejó claramente establecido el carácter insustituible del caudillo, sus manías y un libro, revelador de las destrezas de Rodríguez de Francia.
Aunque el paraguayo, premio Cervantes (1989) publicara en Argentina esa radiografía excepcional, transformada en novela, no cesa el hábito en pleno siglo 21: la resistencia al cambio.
La noción de “pericia” anda enlazada con atribuirle a franjas exquisitas el criterio de que, ellos y nadie más, pueden desempeñar correctamente las tareas públicas. Por eso, en la medida que la madurez democrática descansó en la fuerza de los votos como factor de legitimación, cada vez que el impulso de las masas validó opciones políticas divorciadas de los esquemas tradicionales para el desempeño gubernamental, se construyó un argumento descalificador afincado en la inexperiencia y/o noviciado.
Cuando el perfume social no se sentía contento con Juan Domingo Perón, el calificativo de “descamisado” sirvió de etiqueta para seducir los núcleos ciudadanos excluidos y adictos al nuevo mesías. Aquí, los intentos de darle un tinte de “tigueraje” a la propuesta electoral amparada en la voluntad del cambio sin violencia en el año 1978, reflejó el deseo de una élite civil y militar asociada a la sangre y el robo.
Hace solo unos días, los bolivianos tuvieron que decidir sobre su futuro, pero el derrocamiento de Evo Morales y la imposibilidad de presentarse de candidato, exhibió una de las tantas ironías de la tradición política en el continente, pues la base electoral del MAS, calificada de “cholos” por los clanes económicamente hegemónicos, logró una verdadera simpatía en los sectores populares y finalmente, Luis Arce se impuso en las elecciones.
Resulta hasta risible, pero los que se reputan de amos de la pericia han sido los responsables de las profundas desigualdades, fragilidad institucional, prácticas de corrupción y decadencia del modelo democrático.
Ahora bien, la actual coyuntura representa una excelente oportunidad para reestructurar el sentido de las capacidades y destrezas en el terreno de lo gubernamental porque desde el vientre de los partidos con largos años en el poder no se tiene autoridad suficiente de impartir docencia sobre recetas correctas, pero si no superamos con buenas acciones las taras y falencias de los adversarios, la reacción normal es la nostalgia por el pasado.
¿Acaso tenían experiencia de Estado en 1996, los que hoy se califican de expertos y diestros en la conducción de las tareas públicas?
Europa comenzó a sentir los efectos de pactos democráticos inteligentes, desde el momento en que los españoles pusieron sus ojos en un jovencito, llamado Felipe González y su marcada inexperiencia representó la mejor opción para sepultar el franquismo. La factibilidad de colocar Sudáfrica en el mapa de las libertades sintió su punto de mayor racionalidad política, llenándose de gloria y colocando a Nelson Mandela como el corazón reconciliador de un país dividido por el apartheid.
Así como las relaciones matrimoniales apelan al factor tiempo como regla de estabilidad, el ritmo de una gestión requiere un proceso de adecuación no siempre entendido por una parte de los electores y regularmente bombardeado por los sectores que se sienten desplazados.
Las razones que condujeron a la victoria política del pasado 5 de julio tienen que ser interpretadas con astucia por las fuerzas que se articularon alrededor del cambio porque la capacidad de impugnación ciudadana y parámetros éticos en el desempeño no pueden reputarse producto del “momentum” electoral sino en el marco de referentes que no pueden volver atrás.
Los amos de la pericia andan pescando errores. Por eso, se demanda de un cuidado indispensable combinado con astucia y cultura política de talentos con mayor nivel de ponderación que no sean el resultado de mal creer que la fuerza mediática y azucaradas campañas de relaciones públicas sirven de inyección anestésica. No lo olviden, también en la conciencia ciudadana, llegó el cambio.