Algunos ritmos “musicales” que han estado surgiendo y retumbando en los lares del populacho parecieran ser efluvios y efervescencias, y prolegómenos de los infiernos.
Pero la vida misma, en todos sus aspectos, está regida y marcada por ritmos.
Eviatar Zerubavel, en su celebrado libro “Los Ritmos Ocultos” (Hidden Rhythms), el cual me obsequiara en su residencia de Riverside, a fines de los 80, nos invita a darnos cuenta de que todo lo que existe está sometido a algún tipo de regulación rítmica. Las celebraciones festivas, que datan desde culturas tan antiguas como la babilónica, ya tenían sus rituales de fin de año y año nuevo.
Estamos gobernados y condicionados por ritmos, desde los latidos del corazón, que marcan el paso a todos nuestros órganos, hasta las demandas diarias y periódicas de descanso, que están reguladas también por los movimientos del sol y la luna, que también marcan el compás de las siembras y las cosechas.
Similarmente, nuestras diarias rutinas de trabajo y alimentación; de sociabilidad y afectividad; de cuentas por pagar; y tantos deseos y compromisos que no caben en horarios ni presupuestos.
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El “desarrollo evolutivo” de nuestras sociedades marca un ritmo muy acelerado, descontrolado. De las hordas primitivas evolucionamos a la sociedad tribal, y luego a la urbana e industrial, y recientemente a danza de la globalización.
Dando a menudo volteretas y saltos cuantitativos y cualitativos importantes, tras los cuales este llamado progreso humano trae aparejado déficits demasiado notorios e importantes respecto al desarrollo humano, de individuos y pueblos; según el Modelo de hombre que indicó Pilatos, mientras señalando a Jesucristo dijo: “He aquí el Hombre” (sin saberlo, indicaba el modelo a seguir) (Juan 19:5).
Pero el curso y el trote que llevamos no están marcando el ritmo que Dios nos ha propuesto.
Contrariamente, los hombres han esclavizado y sometido a sus congéneres; primeramente obligando a pueblos y naciones a reclamar derechos humanos, y hasta los llamados cristianos no atinaban a implantar el proyecto de Dios, que hace iguales a todos los hombres. Lo cual degeneró en un humanismo alejado de Dios, incluso ateo y agnóstico.
Los nuevos tiempos marcan compases y acrobacias espirituales peligrosas; el riesgo del desastre es cada día mayor. Y del humanismo ateo nos movemos al trans género y al trans humanismo; bajo la falacia de Lucifer, cuando prometió al hombre: “Seréis como dioses”. (Génesis 3:4).
Mientras eso ocurre en las sociedades más avanzadas, en nuestros países tercermundistas estamos aún luchando contra el subdesarrollo, la pobreza y la explotación de clase, todavía sometidos a proyectos extranjerizantes. Y peor, parecería que también estamos atrapados en la corrupción y el descarriamiento, al ritmo de “vamoh arriba y no te apure…” (Mi amigo J.R. Bonilla solía decir: “La cultura de este país es cerveza, tabaco y ron”).
Pareciéramos capturados entre los ritmos criollos perversos y los “timings” de culturas ajenas, como quien va rumbo a la alienación y al sin sentido.
De ese trote moral y cultural solo Dios puede ayudarnos a salir, a retomar identidad, dirección y ritmo correctos.