A raíz del fallecimiento de la reina Isabel II, proliferan, especialmente en nuestra América, las críticas a los reyes europeos y a la monarquía como forma de gobierno que confiere constitucionalmente de modo hereditario la jefatura del Estado a una persona al margen de la voluntad popular. Al respecto, Fernando Mires señalaba en Twitter un dato curioso al preguntarse: “¿Por qué será que quienes se pronuncian con furia en contra de las monarquías parlamentarias europeas (todas ejemplos de democracia) tienden a inclinarse frente a gobiernos autoritarios y antidemocráticos?”.
Lo más paradójico es que en América Latina, salvo las dinastías de la época precolombina, monarquías solo existieron en Haití, México y Brasil, a pesar de que hubo intentos de instauración monárquica en Argentina, Gran Colombia y Ecuador. Como se puede ver, la furia antimonárquica americana sería mejor dirigirla a más pertinentes causas, principalmente porque la monarquía -al exigir un determinado y muy específico sustrato social, histórico y cultural, ausente en Estados que, como los latinoamericanos, surgieron organizados como repúblicas desde el proceso de independencia mismo- es posiblemente la única institución político-constitucional no exportable a -ni injertable ni viable a largo plazo en- otros ordenamientos.
La verdad es que, en términos de democracia, las monarquías salen mejor paradas que muchas repúblicas. Si observamos el Índice de Democracia 2021 de la revista The Economist, veremos que, de los diez países más democráticos del mundo, las posiciones 1ª, 2ª, 4ª, 6ª y 9ª son ocupadas por las monarquías de Noruega, Nueva Zelandia, Suecia, Dinamarca y Australia.
Ese lugar lo ocupan no por ser monarquías, porque si fuera así Arabia Saudita no estuviese entre los países más autoritarios del mundo. Lo ocupan, aparte del nada despreciable dato de tratarse de economías avanzadas con democracias bien asentadas, porque en esas monarquías parlamentarias o constitucionales, al igual que en las repúblicas parlamentarias, el rey o el presidente de la república desarrolla una actividad mayormente ceremonial y simbólica, de manera que, en la práctica, el jefe de Gobierno y los parlamentarios, que sí han sido elegidos democráticamente, son quienes efectivamente dirigen la nación.
Y esa es precisamente una de las grandes carencias de los regímenes presidenciales de nuestra América: el no tener ese “poder moderador” (Benjamin Constant) que ejerce el monarca en las monarquías y el presidente en los sistemas parlamentarios. Peor aún: nuestros sistemas presidenciales sufren un déficit republicano (es decir, de división de poderes, frenos y contrapesos, rendición de cuentas, poderes locales y autoridades independientes), un déficit democrático (vale decir, de mecanismos efectivos de participación ciudadana, representación política y transparencia electoral) y una creciente “personalización de la presidencia” (Edward Corwin), presente incluso en Estados Unidos.
El verdadero problema en nuestra América es que los presidentes han sido históricamente “dictadores constitucionales” (Octavio Paz), “monarcas sin corona”, “monarcas electivos”, presidentes vitalicios con vicepresidentes hereditarios, como propuso Bolívar -alabando la presidencia vitalicia de Petion y Boyer en Haití- e implementa la Cuba castrista, la Nicaragua de Daniel Ortega y la Venezuela chavomadurista, preferiblemente sin elecciones (o reelección indefinida con elecciones amañadas) ni oposición (o comprada o encarcelada), en fin, “dictadores del campo de batalla electoral” (Max Weber), encarnando plebiscitarios “cesarismos democráticos” (Valenilla Lanz) y con una masiva y permanente cohorte de aduladores, mucho menos sinceros que los fans de los reyes europeos.