T. S. Eliot, el americano quien tras ocho años como banquero empleado por Lloyd’s en Londres pasó el resto de su vida como editor de la firma inglesa Faber and Faber, resume en dos versos de “The Waste Land” el sentimiento que me mueve a esta reflexión:
“Pienso que estamos en el callejón de ratas donde los hombres muertos pierden sus huesos…”. Si uno fuese a llevarse de la tradición dominicana, sería fácil intentar una “crítica de los críticos”, pues las argumentaciones y también las argucias “ad hominem” siempre ofrecen más posibilidades lúdicas y mejor garantía de lectores entretenidos y a veces hasta agradecidos, ya que satisfacer el morbo posee enorme atractivo para lectores de diarios.
Pero dejaré ese camino real por esta vereda: ¿cuánta responsabilidad tienen los críticos dominicanos, o la crítica, de la pobre vocación lectora de un público que dedica cientos o miles de millones de pesos cada año a cualquier cosa menos a comprar o leer un libro?
A mí me parece que muchísima. Uno repasa las páginas de diarios y revistas dominicanas y gran parte, por no decir la inmensa mayoría, de las críticas sobre obras recién publicadas, u otras menos actuales, adolecen de parecer escritas para un público académico o especializado. Con pocas excepciones, se trata de malos poetas juzgando a los buenos con más ánimo de enfurruñar sus propias plumas, como los pajuiles, que de señalar aciertos, apuntar errores u orientar al público. Por igual, pocas veces se trata de juzgar sólo a la obra criticada, sino a su autor o hasta sus intenciones, sean políticas, sociales o de otro tipo.
Pero resulta que en las ciudades, por no decir países, donde florece la buena literatura y el negocio editorial no es monopolizado por unos pocos pulpos comerciales, la crítica literaria se ejerce desde una perspectiva pocas veces vista aquí o en otros parecidos infiernos chicos. Es para orientar y estimular la lectura.
Creo que podemos estar de acuerdo en que la literatura es el arte que emplea como medio de expresión la lengua y que la crítica no es más que la opinión expresada en público sobre una obra. En base a estas premisas básicas tan elementales, la mejor crítica debería entonces ser aquella cuyo ejercicio estimula el fomento de este bello arte de verter en letras el pensamiento y el sentimiento. Al menos en cuanto a la crítica dentro del periodismo, publicada en diarios o revistas cuyos lectores no son especialistas en letras.
El ejercicio de la crítica supone no sólo un juicio o valoración. Veinticinco siglos después de la era dorada de la literatura griega, en cuyos temas podemos encontrar las mismas pasiones humanas de estos días más que modernos, casi todos los oficios humanos han ido evolucionando y perfeccionándose en base a preceptos fundamentados en métodos científicos. Dicho sencillamente ello quiere decir que el cúmulo de experiencia que determina la cultura nos permite emplear herramientas nuevas y mejores a la hora de ejercer el criterio para juzgar cualquier cosa.
Expresado como quizás lo harían algunos críticos criollos, la metodología de la praxis valorativa o interpretativa de la producción literaria en sus diversos géneros, sea con fines propedéuticos o en estadios académicos superiores, implica determinaciones axiológicas cuya naturaleza pudiera ser filológica, semiológica, psicológica, sociológica o estilística, por referir apenas unas cuantas de las vertientes de lo que es la crítica literaria…
¡Uf! “Lo que es…”. ¿No debería prohibirse ese horroroso ripio? Lo demás, ¿qué le vamos a hacer? En uno de los fragmentos de ensayos de Hölderlin, recientemente rescatados y traducidos, éste se queja de la “crítica docta” que “como toda especulación pertenece sólo a la polémica”.
¿Deben los críticos emplear métodos científicos u objetivos para juzgar la obra literaria? ¿O es inevitable que, tratándose de un juicio o valoración sobre un producto artístico, su crítica sea subjetiva? Para los fines de la pregunta que motiva mi reflexión de hoy ello es irrelevante. Porque es casi humanamente imposible erradicar la influencia del gusto particular al analizar una obra de arte.
Trátese de la opinión de una persona con dos o tres doctorados o la de un simple turista que visita una biblioteca o librería (o museo si se tratase de artes plásticas), las circunstancias particulares o contexto personal o grado de instrucción o nivel de sensibilidad, todas las complejas ideas y sensaciones que en el pensamiento de cada cual determinan “qué nos gusta”, eso determinará el juicio.
Por ello es tan ridículo ver cómo ciertos críticos se empeñan en ejercer su oficio empecinados en negar la sindéresis, que no es otra cosa que la capacidad natural para juzgar rectamente. A mí me parece imposible enjuiciar cualquier cosa partiendo sólo de pre-concepciones. Pero como no soy crítico profesional, invocaré en mi auxilio a Heidegger: “No deseamos reducir la naturaleza del lenguaje a un concepto, de modo que este concepto pueda proveer una visión generalmente útil sobre el lenguaje, que pueda mandar a paseo todas las demás nociones acerca del mismo”. Esto que Heidegger expresa puede aplicarse tanto a la crítica académica como a la periodística o común para simples mortales…
¿Y a qué viene traer a este ruedo a Eliot, a Hölderlin y a Heidegger? Ah, es que andar por esta vereda, por donde acechan tantos feroces endriagos postulantes de unívocas teorías, obliga a apandillarse, como en un combo de bongós, tamboras, güiros y cajones cada uno con su ritmo, y aún sea como es propio de la mejor literatura, ideal o simbólicamente.
Sostengo una idea muy simple. Si queremos tener más y mejores lectores, la crítica literaria dominicana que se ejerce en medios masivos debe dedicarse a estimular la lectura y no a la continuación de estériles y pomposas disquisiciones sobre asuntos tan áridos como exigir una “definición del lenguaje ni de la crítica literaria” para reconocerle a un colega la condición de crítico, poeta o escritor. ¡Barrabasadas pseudo-culteranas que dan vergüenza!
George Steiner, el genial francés autor de más de una docena de importantes libros y erudito profesor de la Universidad de Cambridge, quien de 1967 a 1997 escribió más de un centenar de críticas para la popular revista “The New Yorker”, es de los escritores más versados en las distintas “poéticas”. Una poética es la manera culta de llamar a la ciencia sobre los principios y características de la literatura, particularmente la poesía. Cada poética explica o postula sus reglas, formas o bases del género de que se trate.
Hace apenas tres años, en el 2009, se publicó una nueva obra de Steiner reuniendo muchos de sus ensayos críticos publicados por “The New Yorker”. Fue una delicia ver cómo en un lenguaje llano desglosa temas profundos y enjuicia y analiza la obra de tantos distintos escritores, desde el espía Anthony Blunt (quien como crítico de arte londinense en 1937 despreció agriamente la Guernica porque “Picasso pertenece al pasado”) hasta Borges, Chomsky, Köestler, Levi-Strauss, Russell y Solzhenitsyn.
Pero quedé desconcertado. ¿Será Steiner un loco viejo? ¿Desconoce que “para la poética, la estética no existe”, como leí en este Areíto hace dos semanas? Quizás leerlo fue una pérdida de mi tiempo. Debí mejor entretenerme con algo criollo, como “Memorias contra el Olvido”. Porque Steiner no menciona ni una sola vez a Meschonnic ni sus ideas. Pobre francés, ignorante de su compatriota…