Don Quijote es un hombre inventado, flaco y madrugador, agudo de pensamiento y de buen corazón. Lleva consigo a su escudero labrador, Sancho Panza, que mira, en principio, el mundo con otros ojos. A la contraposición entre sanchismo y quijotismo se suele atribuir la riqueza de esta novela, y el pobre Sancho ha quedado signado como el burdo costado de lo real, frente a Don Quijote, quien encarna el contraste dramático de la perfección imaginada, del ideal, y de la justicia. Es junto a Don Quijote que recorremos las numerosas aventuras de los sueños de generosidad de su espíritu, pero es también junto a Sancho; y al final de la lectura, todos hemos cambiado; tanto los lectores como los personajes somos otros. Nadie que haya leído “El Quijote”, y lo haya sorprendido la benévola ironía de la noche junto a sus lágrimas de eterno apaleado, podrá estar al margen de su candor y locura. Nadie podrá sustraerse a la imagen estrafalaria de ese caballero seco de carne, enjuto de cara y versado en desdichas.
Y eso incluye al propio Sancho Panza, cuyo signo, sin embargo, ha sido en más de cuatro siglos concitar la imagen de lo zafio y el sin apelación símbolo de lo burdo. Solo que en el proceso de la creación cervantina no existen antítesis polares, y al final Don Quijote no es Don Quijote, ni Sancho, el tosco escudero, será únicamente Sancho. Ese escudero se ha infectado ya de quijotismo, su visión del mundo ha cambiado radicalmente, y el sentido práctico que para él tenían las glorias buscadas por el afanoso afán de Don Alonso Quijano transformado en Don Quijote, dará paso a la aureola del ideal. El Sancho Panza Tosco ya ha oído a Don Quijote pedir que se altere la historia de un hombre para conservar su personalidad ideal, porque Don Quijote es categórico respecto de lo que es verdad para él: lo que imagina. Lo ha visto pelear con molinos de viento, disertar sobre las armas, o descender a la cueva de Montesinos. Y frente al cabrero lo ha escucha identificarse como “el desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, amparo de las doncellas, asombro de los gigantes y vencedor de las batallas”.
Por eso el Sancho bien plantado en la tierra, que había vivido ya la experiencia de gobernar su ínsula, y que ve morir al “loco” que ha seguido en aventuras sin nombre, hace su elección al final de la novela: no solo acompañándolo en la hazañosa vigilia de generosidad que son sus sueños de caballero andante, sino muriendo también un poco con él, enarbolando en su habla de siervo el quijotismo esencial que antes no comprendía. No existe un pasaje más hermoso que ese en el cual Sancho, identificado ya plenamente con el quijotismo, le habla a su amo pidiéndole que no se muera:
“!Ay! No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada, que haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballería ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y que el vencido hoy ser vencedor mañana”.
Es claro que los papeles se han invertido, y el volver a la cordura convierte a Alonzo Quijano en un ser prudente y comedido. El ciclo es inversamente proporcional, mientras Don Quijote expresa un patético declinar de sus ánimos caballerescos, Sancho se crece y afirma en su espíritu de aventura y en su optimismo. Esto lo lleva a mirar a su señor de manera distinta a como lo veía al inicio de la aventura, y a describirlo con una pincelada transida de amor. Quizás esta sea la más tierna mirada que se pueda echar sobre la humanidad del “Caballero de la triste figura”, sobre todo proviniendo de quien que lo ha acompañado en todo momento, y quien se supone sea su antítesis:
“Digo que no tiene nada de bellaco, antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez lo quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarlo por más disparates que haga”.
Esa es la más hermosa e ingenua visión de Don Quijote que hay en las páginas que Cervantes escribió para esculpir su aventura, la más humana, la más llena de grandeza y amor, la más condolida y patética. Sale de la boca de su tosco escudero , pero es el testimonio de la comprensión más cabal de la empresa que Don Quijote representaba. Ambos son ya una misma cosa. Sancho no es ya el rústico escudero que trota detrás de su amo prendido a las cosas materiales. En Don Quijote de la Mancha cada personaje contiene al otro, lo asume incluso como contraste, uniéndose en la diversidad ideal que es el fruto de la pura creación poética. Y Sancho Panza es la máxima creación de Don Quijote. Su quijotización es el triunfo más patente de su labor redentora, porque contra la inmediatez en que se ahoga, el alma pura de Alonzo Quijano transfiere al espíritu del escudero los valores trascendentes y los ideales de justicia que lo mueven. Al final, Sancho no es lo opuesto a Don Quijote, es su obra, su más notoria obra. Sin la idealización que Sancho asume al final de la obra, Don Quijote no fuera Don Quijote. Y si es así, ¿quién simboliza lo opuesto al mundo ideal de Don Quijote en la obra? A mi modo de ver lo opuesto en la obra no es Sancho, sino Sansón Carrasco, o el cura de la aldea, que obligan a Don Quijote a regresar a la cordura, y que juzgan locura todo lo que el alma buena del Caballero de la Triste Figura ve como una acción destinada a dar protección y justicia a quien la necesite.
Hay que aliviar la carga histórica de más de cuatro siglos que ha llevado el simpático Sancho sobre sus hombros, crucificado como el símbolo de lo rústico y sacado del reino de lo sublime que Don Quijote encarna. Pero no es así. Cuando la creación de Cervantes termina, ya Sancho está totalmente quijotizado, y Don Quijote se muere viéndose a sí mismo en la figura del otrora tosco escudero que, con su obra de vida, ayudó a transformar.