En su ensayo: “Voies nouvelles de la critique littéraire en France” (OC, I, 977), dice que existen dos tipos de crítica. La primera, que llama crítica de lanzamiento, está centrada en el lector e indica qué libro debe comprar o no. A esa actividad que aparece, generalmente en los periódicos, le da una cierta función de higiene pública; es decir, tiene que limpiar el mundo literario de todo aquello que no tiene valor, pero que se instaura o busca instalarse por la Propaganda y las ideologías, que conforman el decir y el escribir en una sociedad determinada, agrego yo. Termina Barthes diciendo que este tipo de crítica es “una police” económica de las letras. Una cierta política económica en la que actúan el valor y la estética; la reproducción y la lectura. La segunda crítica es la que él llama de “estructuras”, que constituyen una verdadera interrogación de la literatura. Ella no se hace —parafraseo al semiólogo— como una respuesta a la pregunta, ¿quién es Ud. señor escritor? ¿qué vale su obra?, sino que formula una interrogante distinta: ¿qué hay en el fondo de lo literario? ¿Qué hay en la profundidad de la obra?
Y más adelante entra en los temas de los formalistas rusos que iniciaron el estudio de la literatura desde el concepto de función. Con lo antes expresado, Barthes entonces, a fines de la década del cincuenta, reformula una nueva manera de acercarse al texto. No era del todo un estudioso de las estructuras y de la obra como un objeto cerrado, tal como lo postula luego Gérard Genette. Aún sobrevivía el historicismo en su aproximación. El ver la obra en su relación con un afuera, el tiempo, el psicoanálisis, la economía y la sociedad. No olvidemos que Barthes había escrito su trabajo sobre J. Michelet y otros textos que criticaba los textos literarios en una larga duración, en momentos en que Fernand Braudel y los Annales revolucionaron la historia y las ciencias sociales.
Los juicios sobre el arte que circulan en una sociedad tienen que ver con la forma que leemos. Solo la academia enseña a leer de otra manera. Cuando la academia en su afán de encontrar la verdad (siempre relativa, siempre problemática) no crea nuevas formas de leer, el pensamiento comienza a dar giros en círculos; aparecen los lugares comunes, en lugar de episteme hacemos doxa. Y entonces, cabe decir que ‘nada nuevo existe bajo el sol’. Es en la academia donde aparecen las nuevas formas de aproximación al texto literario. Es allí donde se forman los nuevos lectores. Los periódicos y las revistas simplifican ese saber, por la naturaleza de su propia expresión, por su urgencia, por su puntualidad.
Asimismo, confundir crítica periodística, crítica de lanzamiento, con crítica académica, es un grave error. Tendemos los académicos a simplificar en la expresión periodística lo que en la academia es complejo. Y hasta intentamos borrar el aspecto de la economía política de las letras y queda, por lo tanto, implícita una higienización pública de los discursos literarios. La pregunta del descalificador es: ¿quién es usted para pretender realizar una labor de valoración de las obras literarias? La respuesta es muy simple: soy otro lector. Entonces, solo resta contrastar los discursos, las ideas literarias con las diversas teorías que sobre la literatura establece una tradición de pensamiento.
Las escuelas tienen el papel de formar los nuevos lectores. Los ejercicios escolares enseñan a leer y a escribir de cierta manera. Ya Pedro Henríquez Ureña, en “Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común”, un texto muy conocido en nuestro país, propuso una lectura de libros de tapa a tapa; no la lectura de trozos. Pero parece que nadie le escuchó y por mucho tiempo la práctica de la lectura fue la de leer fragmentos. No solo en la educación media y secundaria, sino en la misma universidad. Por mucho tiempo se enseñó con manuales que buscaban la repetición de lista de títulos y autores. Y los mismos profesores mostraban un craso desconocimiento de las teorías literarias.
Así que nuestra tradición fue interrumpida cuando tuvimos a varios escritores que en los setenta estudiaron en Europa como: Bruno Rosario Candelier, Diógenes Céspedes, Manuel Matos Moquete, José Enrique García, Manuel García Cartagena y otros) que introdujeron otras maneras de ver el texto literario; es decir, otras formas de lectura. Muchos de estos fueron marginados y satanizados. Es el camino de establecer la novedad en una sociedad cuya tradición es la repetición.
Un ejemplo de la importancia de la lectura y de la reflexión literaria como manera de pensar lo profundamente humano del arte literario, lo encontramos en Camila Henríquez Ureña quien, al igual que sus hermanos Pedro y Max, no se apartaba de la lectura y valoración de las obras. Y en el caso de su estudio de la lectura de un autor lo hacía corpus importante de sus obras. Tampoco se apartaba Camila de la relación entre lectura y pedagogía. Hasta el punto feliz de que la lectura debía establecer qué tiene valor o no en una sociedad. Es decir, no se apartaron los Henríquez Ureña de las ideas de crear un canon, para sacar de la estimación aquellos que entendía de baja calidad.
En “Apuntes de los comentarios al proyecto de programa de Literatura Española” (Obras y apuntes, I, 59) afirma Camila Henríquez Ureña: “toda lectura que se señale (asigne) debe tener valor literario, artístico; porque buena orientación será aquella que permita más tarde al alumno diferenciar la buena de la falsa literatura, porque desde temprano se le ha puesto en contacto con las obras mejores. Como decía Goethe: el buen gusto literario se forma poniendo en contacto al lector no con lo bastante bueno, sino con lo excelente” (Ibid., 60-61). De tan importante afirmación se colige que no se le puede asignar cualquier obra a los alumnos de las escuelas ni a los de la Universidad. Queda meridianamente claro que el acto de leer, y el gusto por la literatura y las artes en general, se forma mediante una guía.
En el caso de los medios, es el periódico o la revista, sus colaboradores o editores quienes tienen a cargo la higienización del discurso artístico. Pero hoy parece que es en las redes sociales donde, por un error estadístico, son iguales, como en el Cambalache de Enrique Santos Discépolo, “Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín…” Y esto, muchas veces se ha dicho, pero pocos quieren escucharlo.
En síntesis, la higienización pública de los discursos literarios se hace cada día más difícil. Uno, por la crisis de la lectura en las escuelas, por las técnicas pedagógicas empleadas en los salones de clases y en la universidad. Dos, por la influencia de las redes sociales, que hoy con sus “tendencias” parecen formar el canon de lo que se debe leer, cuando muchas veces resulta que debe ser tirado al bote de la basura.