Compréndase que cualquier aproximación al territorio de la poesía se inicia desde la palabra, desde la madeja que conforma el poema originado en épocas de naturaleza concreta y medible, dígase, desde fechas. Ello porque la lengua y sus instrumentos brotan de la imaginación de hombres y mujeres que construyen y viven un momento particular de la historia; mas el poema carece de temporalidad y lo poético, la trasformación de esas palabras a las que el lector le adjudica un sentido personal, lo eterniza. Aceptemos, pues, que carece de sentido pretender cronologías y concertar epistemes sobre este género; ya lo había dicho Aristóteles: no corresponde al poeta decir lo sucedido, sino lo que podría suceder.
Para los historiadores, el origen del habla se confunde con el de la poesía y viceversa; para el filósofo, el arte primario es el arte de escribir. Y escribir cada poema es a la vez un intento del hombre descifrar “su ontología y su presente”. Por eso, hace ya dos siglos, Samuel Taylor Coleridge comentó sobre esta idea indicando que la poesía era la preparación para el arte porque ella utiliza las formas de la naturaleza a fin de navegar entre los pensamientos y sentimientos del espíritu. Advirtió sin embargo el exquisito ensayista inglés que todavía ella solo podía actuar “mediante la intervención del lenguaje articulado”, esa comunicación tan peculiarmente humana que en múltiples idiomas es el lazo común que distingue la oposición entre naturaleza y humanidad. El instante donde lo poético, a juicio de Paz, “desarraiga las palabras, (que) sueltas, parecen adquirir conciencia de sí mismas”.
Como expresión radicalmente humana, desde su génesis la poesía quiso sacudirse no solo de los dictados del lenguaje sino de las trampas del poder cuyas oscuras relaciones le inventaron a juicio de Michel Foucault. Cosa nueva no es este temor: en La República el propio Platón lo denunciaba como poder que rechaza y resiste lo dominado. No sorprende, por tanto, el carácter revolucionario de la dimensión poética ni el desafío intrínseco a la libertad encarnado por el género que nos preocupa. Ya lo indicó el poeta y ensayista José Mármol: “la poesía tiende a configurarse como un discurso de contrapoder, como un discurso de resistencia”.
Desde los pensadores romanos hasta el medioevo, y desde el Renacimiento hasta el modernismo, la poesía transformó el significado del entorno y del sentir reflejando en el espejo de la metáfora y de las imágenes el ejercicio del ser que crea, destruye, ama, odia, duele, sueña y llora. Así, las disquisiciones aquí vertidas podrían esbozarse en el contexto de quien la hace –el poeta–, en el escenario artesanal de dicha epopeya –el poema–, o en sus consecuencias últimas –lo poético–. Mas, no en la poesía misma ya que, como dice Alberto Blanco, ella “se aferra al instante porque siempre sucede en el presente”. Cualquier intento de temporalizarla es fútil porque no cabe en un calendario que la sofoque pretendiendo trazarle recorrido.
¿Cuál es, entonces, el presente que define la poesía contemporánea? A mi parecer, dentro del existir posmoderno dos rasgos fundamentales gravitan sobre el ejercicio de dicho género: la fugacidad y la incertidumbre. El primero hace referencia a la fragilidad del vivir posmoderno donde mercado, tecnología y ciencia, echados de mano, impulsan al hombre en una suerte de espiral indetenible. Un vivir que no permite el ocio, ese reposo esencial para cultivar el pensar cuya ausencia desfavorece el desarrollo de las cualidades más sublimes del hombre, el amor y la solidaridad, y que ha arrebatado el valor de las cosas justamente por adjudicarles un precio.
La incertidumbre ya aludida, por su parte, está representada en la ubicua ansiedad que nos envuelve, y también en el miedo. Porque en esta “era de la ansiedad” la humanidad igual padece angustias materiales como desesperanzas del espíritu ante el estado de cosas que afecta la mayoría de los grupos sociales del globo. Vivimos, en consecuencia, al albur la intemperie; “entre hambrunas y pestes y guerras y muertes en serie”, como ha sentenciado Luis Eduardo Aute.
Ante tal panorama, ¿qué papel juega el poeta y qué rol adquiere su trabajo? Acuciante pregunta de difícil solución es esta; nos encontramos frente a un cuestionamiento que cala la raíz del ejercicio poético porque su respuesta implicaría la adjudicación de un carácter de “tarea y propósito” a una forma literaria que como todo arte, debe estar fundamentada en la libertad y en la libertad de su creador.
En un ensayo aparecido en la revista Círculo de poesía se hace referencia al rol del poeta y se cita lo dicho al respecto por William Faulkner en su esplendor literario paradójicamente ocurrido durante las décadas de la Gran Depresión norteamericana: “Es el privilegio (del poeta) ayudar al hombre a soportar la existencia mediante el levantamiento de su corazón, recordándole el coraje y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión y la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta necesita no solo ser el registro del hombre, puede ser además uno de sus pilares, los pilares que le ayudarán a resistir y prevalecer”.
Ese pasado, gloria, registro y resistencia, es precisamente el viaje de la poesía; a veces travesía otras aventura, es la narración de un tiempo sin pasado ni futuro; solo testimonio de aquel presente de carácter perpetuo a que se refería Paz. Pensaríamos en la metáfora de la poesía como viaje a partir del propio Homero, de Baudelaire, Machado, Darío, Neruda o Borges. Sin embargo, es inevitable, por fortuna, que a fin de entender el viaje ya aludido debamos acercarnos a Constantino Cavafis, mítico poeta él que se apropió las fierezas, emociones y pesadillas provocadas por Cíclopes y Lestrigones. De los accidentes que escurridizamente a veces asaltan el camino de la vida y paradójicamente nos llenan de fortaleza a fin de llegar a nuestro destino. A la travesía narrada en este fragmento de su monumental poema Ítaca que es, al fin y al cabo, el viaje de la vida.
Siempre en la mente has de tener a Ítaca.
Llegar allá es tu destino.
Pero no apresures el viaje.
Es mejor que dures muchos años
y que ya viejo llegues a la isla,
rico de todo lo que hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te dé riquezas.
Ítaca te ha dado el bello viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
No tiene otra cosa que darte ya.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Sabio como te has vuelto, con tantas experiencias,
habrás comprendido lo que significan las Ítacas.