Es una pena que las habilidades gerenciales del exdiputado Miguel Gutiérrez, a quien la Fiscalía Federal de Estados Unidos acusa de traficar hacia ese país más de 51 mil kilogramos de cocaína entre el 2014 y el 2020, no fueran utilizadas en mejores propósitos, dentro del marco de la ley, pues ese talento le hubiera servido para emprender negocios exitosos, aunque seguramente no tan rentables como el narcotráfico que lo enviará a una cárcel norteamericana durante 65 meses a partir del primero de febrero del 2024 luego de pactar un acuerdo con las autoridades norteamericanas.
Puede leer: ¿Justicia divina?
El exdiputado del PRM fue el legislador más votado en Santiago durante las pasadas elecciones, pero su trabajo legislativo fue muy pobre, por no decir nulo, probablemente porque su interés por alcanzar una curul fue el de proporcionarse inmunidad para sus actividades criminales. Lo que hasta cierto punto consiguió ya que sus colegas del PRM, mayoría en ambas cámaras legislativas, nunca movieron un dedo para sancionarlo cuando se reveló el verdadero origen de su riqueza. Y si no fuera porque en un exceso de confianza incomprensible viajó a Miami, donde fue apresado de inmediato por la DEA, a lo mejor andaría todavía por ahí como quien no ha roto nunca un plato.
Esa inacción calculada y deliberada para aplicar sanciones al compañero que violó la ley, en nombre de un espíritu de cuerpo que se parece mucho a la complicidad, es lo que explica que el Congreso Nacional se haya ido convirtiendo, elecciones tras elecciones, en un refugio para los que buscan protegerse de las consecuencias de sus actividades ilegales. El hecho de que sea ahora, con el apresamiento de Miguel Gutiérrez y los legisladores que son investigados por pertenecer a una red de lavado de activos en la denominada Operación Falcón, que estemos viendo los resultados de su progresiva cualquierización simplemente quiere decir que aquellos polvos son los que han provocado el lodazal que amenaza inundar el Congreso.