La ola de homicidios suicidios protagonizados por hombres contra sus parejas femeninas, la matanza cometida por un individuo contra su mujer y tres hijos de ella, junto a la extensa cadena de sucesos violentos que sería prolijo reseñar aquí, revelan un cambio conductual profundo en el hombre dominicano, cuya idiosincrasia colectiva, su temperamento o manera de ser otrora cortés que caracterizaba la masculinidad nacional, se han extinguido, son escasas.
El macho dominicano del siglo XXI suele ser un profesional mediocre que rinde culto al dinero, desdeña la cultura, es ateo y proclive al consumo de estupefacientes y al alcohol. Esas características propias, apoyadas por el consumismo de las redes sociales y la tecnología, condicionan su reactibilidad física y psíquica frente al desarrollo, la belleza y los altos niveles de igualdad alcanzados por las mujeres en las últimas décadas.
Añádale un proceso indetenible de descristianización, parte integral del ateísmo desbordado que afecta a los estratos más jóvenes de la población debido a su exposición a terminologías similares provenientes de Estados Unidos y Europa. Los escándalos dentro de las iglesias católica y protestantes, unida a la superficialidad dogmática de las últimas, alimentan la ausencia de fe entre la población bombardeada por el insondable mundo del internet.
Más aún: nuestra sociedad tipo siglo XXI ha involucionado hacia una colectividad de drogadictos y enfermos del alma. Los estragos físicos y psíquicos que provoca el narcotráfico en nuestra juventud son graves e irreparables. Lo peor es que estamos mirando únicamente hacia los problemas que de alguna manera suelen resolverse. Pero estamos renuentes frente al drama pecaminoso que padece el hombre dominicano, solitario, ateo, sin esperanzas.