Atrocidad impune

Atrocidad impune

La crueldad sin contén nos persigue sin perturbación ni espanto

Cuando la impunidad es consigna y el credo colectivo propugna por su eliminación. Cuando los pujos éticos asoman en las conversaciones, pero los arranques tienen fecha de caducidad, personajes favoritos, limitaciones por el afecto y el compromiso.

Cuando en el alma nacional la sed de venganza, más que de justicia, ocupa espacios, el repaso del horror desconcierta.

Asombra el pendiente histórico inconcluso, ese perverso pasar la página sin valorar las consecuencias de la connivencia, no del perdón o el arrepentimiento. El sagaz silencio del oportunismo ha exculpado a tantos. Hábiles, presurosos y descarados se montan y desmontan de distintas carrozas partidistas para encubrir sus culpas gracias a la siniestra desmemoria.

Está el inventario de abusos cometidos durante treinta años, el desenfreno a partir del 30 de mayo del 1961, sin el jefe, pero con sus secuaces activos y excitados, oliendo sangre y buscándola. Buitres carroñeros insaciables, con nombre, apellido, ubicación, filiación establecida y pública. Cometieron crímenes inenarrables hasta que decidieron la fuga o la convivencia discreta mientras pasaba el duelo y pasó.

La ilusión democrática provocó un golpe de estado, un gobierno de facto, vino la guerra y la compensación que la geopolítica dictaba. Comenzó el reinado de Joaquín Balaguer y de nuevo la sangre fue protagonista.

La cuota de complicidad creció de manera torva. Muchos, muchísimos ejecutores de entonces, soplones despreciables, se sumaron a los discursos éticos. Su capacidad les permitió medrar en los grupos cívicos, atravesar indemnes periodos gubernamentales, aspirar a puestos electivos y gozar los beneficios de decretos sucesivos.

El alarde contra la impunidad, limitado a la prevaricación, les concedió la patente de corso apetecida. De ese modo ha quedado sin expiación la interminable saga de la violencia en el país, la criminalidad común parapetada tras la sombra de la razón de estado y el día a día de agravios resueltos con un disparo, un machetazo, un fatal empujón.

Es la confusión que libera. Ocurre con los asesinatos de mujeres y niños, se multiplican como la imposibilidad de aplicar las penas correspondientes porque en el caso de los matadores la mayoría es suicida.

Por vergüenza, dolor o culpa, no resisten convivir con el desastre que ocasionan y prefieren la muerte. Otros son condenados, empero, la percepción de la inutilidad de la sanción impide el escarmiento y sucede la “normal” reincorporación a la sociedad, uno de los objetivos de la pena.

Reincorporar a un asesino escuece, aunque la doctrina avale. En nuestro país ha sido costumbre, norma fatídica que permite convivir con presuntos y confesos criminales. El relato de las tropelías está presente en las tertulias de los mismos que quieren un mejor país. Disfrutan el orgullo manifiesto de los verdugos cuando cuentan la agonía de la víctima o el valor que tuvieron antes del desenlace.

La crueldad sin contén nos persigue sin perturbación ni espanto. Y continúan los traspiés para buscar respuestas, encontrar razones, motivos que trasciendan la propensión consubstancial a la violencia que marca la dominicanidad desde antes de Concho Primo.
Los expedientes y las sentencias contra conspicuos asesinos estuvieron mucho tiempo esperando. Ahora son parte de la historia.

Algunos todavía temen nombrar a los responsables de la brutalidad, saben que expondrían pactos y cooptaciones vergonzantes.
El miércoles será otro aniversario del crimen cometido por Ramfis Trujillo Martínez y sus áulicos, el 18 de noviembre de 1961, en la Hacienda María.

Ramfis, después del exterminio huyó ensangrentado, borracho y feliz. Los fieles compinches cuidaron su imagen con la pretensión de enmascarar su condición de estuprador, torturador y asesino delirante.

Procede recordar, 59 años después, el padecimiento de: Huáscar Tejeda Pimentel, Pedro Livio Cedeño, Roberto Pastoriza Neret, Luis Manuel Cáceres Michel, Salvador Estrella Sadhalá y Modesto Díaz Quezada.

Debe sumarse a la evocación, la mención de los diseñadores del tinglado que permitió sacar a los presos de La Victoria y llevarlos frente al grupo que esperaba en la Hacienda para gozar y ejecutar la masacre. Esos torturadores y asesinos, con olor a Guerlain, vivieron tranquilitos después de aquella atrocidad.

Publicaciones Relacionadas