Barbas en remojo

Barbas en remojo

Matías Bosch Carcuro.

Jair Bolsonaro empezó a descollar en el juicio político a Dilma Rousseff. En esa ocasión, votó a favor de la destitución de la mandataria, y homenajeó al militar que la tuvo en cautiverio y torturó, cuando fue presa política en 1970. Este machista, racista y homofóbico siente orgullo por la tiranía militar brasileña, la misma que participó en la invasión a República Dominicana en 1965.

Bolsonaro utiliza un discurso demagógico en dos carriles. Uno es el moralista, apelando al discurso de “normalidad” familiar frente a progresos culturales y legislativos, convocando al creciente voto evangélico conservador (igual que en República Dominicana, como bien ha apuntado Rosario Espinal). Asimismo, promete orden contra la delincuencia, muy parecido a lo que a algunos dominicanos les sonará conocido: “mano dura sin dictadura”. Todo ello lo encapsula en la idea de “mi partido es Brasil”, que sintetiza la misma idea de Trump y del nazionalismo: agitar el chauvinismo simplón e invocar la nación como un absoluto moral que le ahorra dar mayores detalles y precisiones de sus verdades intenciones.

En el otro carril, Bolsonaro es demagogo frente a la oligarquía, las grandes transnacionales y el gobierno de Estados Unidos. Es lo que el expresidente Rafael Correa llama “populismo del capital”. Promete liberalizarlo todo y entregarlo a los inversionistas privados, así como permitir a Trump establecer bases militares en Brasil. Esta es la contracara de la política desarrollista de Lula y Dilma, que devolvieron al Estado brasileño su rol de poderoso agente económico y de potente moderador de las desigualdades. No es por nada que el gasto público en educación, salud y protección social de Brasil pasó a estar entre los 3 más altos de América Latina.

¿De dónde saca Bolsonaro la idea de que puede compatibilizar paz y orden con desmembrar y regalar el Estado, aumentar las desigualdades y precarizar más la vida de la gente? Son promesas incumplibles, salvo con más violencia y criminalidad del Estado, problema que en Brasil es una dramática tradición. La oligarquía brasileña sabe que está apostando a un Frankenstein, al todo o nada, recordando la frase de Marx sobre la burguesía francesa: entregarán la corona para no entregar la vida. Estados Unidos, por su parte, acaba de perder México, y por eso su apoyo a la restauración de derechas -que ya cuenta con Macri, Piñera y Duque- acepta el precio de un Bolsonaro.

Finalmente, este personaje necesitaba desplazar al PT, y fue posible gracias a las disputas internas de la oligarquía, al desprestigio del partido rojo por escándalos de corrupción, y a la guerra contra Dilma y Lula, sometidos a destitución y encarcelamiento. El clima de descrédito se combinó con la relación instrumental que el PT estableció con el pueblo -al que ofreció extraordinarias políticas sociales pero en condición de cliente pasivo- y con el poderoso mecanismo de las “fake news” en redes sociales, especialmente el WhatsApp, usado por 120 millones de brasileños. En ese ambiente, dando a cada electorado un discurso fácil y oportunista, y librando la batalla digital, Bolsonaro pasó de personaje pintoresco a casi ganar las elecciones con el 46% y ostentar la segunda mayoría congresual.

Todo esto tiene que servir para poner las propias barbas en remojo. La historia de Bolsonaro es demasiado parecida a la de Rafael Trujillo Molina. Más de una vez lo he dicho: es cuestión de tiempo que en RD aparezca un demagogo de derechas con discurso parecido, y sólo hace falta que sea astuto para no ganarse más enemigos que apoyos, y sepa conseguir respaldo financiero. Mientras, ojalá pierda Bolsonaro y triunfe Haddad.

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