“He dejado un legado de vergüenza a mi familia y a mis nietos. Es algo con lo que cargaré el resto de mi vida. Y lo siento”. Hace exactamente doce años, el financista Bernard Madoff se declaró culpable de la mayor estafa de la historia ante el Tribunal Federal de Manhattan. Sus propios hijos, Mark y Andrew, lo habían entregado a las autoridades en diciembre de 2008, cuando les reveló que el fraude piramidal que sostenía desde 1992 le había estallado en las manos dejando un agujero de US$65.000 millones.
Llevaba entonces catorce meses de arresto domiciliario en su lujoso penthouse del Upper East Side neoyorkino, pero ahora sería trasladado a una cárcel común. El hombre que había sido considerado un gurú de los mercados por ricos y famosos que le confiaron sus fortunas en los cinco continentes estaba a punto de ser condenado a 150 años de prisión. A los 70, sabía que pasaría el resto de su vida tras las rejas, pero una parte de él sentía cierto alivio: la presión constante se había vuelto intolerable. “No veía la hora de que todo saltara por los aires”, confesaría más tarde.
“Imaginen volver a casa cada noche y no poder contarle a su mujer, vivir con esta guillotina sobre la cabeza sin decirle a tus hijos, a tu hermano, verlos cada día en la oficina y no poder confiarles lo que pasa”, se sinceró Madoff en una serie de conversaciones con el periodista y editor de la revista New York Steve Fishman desde su celda en un correccional de Carolina del Norte, cuando la tragedia de su familia ya era completa. Lo que les había ocultado durante años era que los beneficios que reportaba a sus clientes no salían de operaciones, sino de lo aportado por nuevos inversores: pagaba los rendimientos de los primeros con los ingresos de los nuevos. Un esquema Ponzi de manual.
Para garantizar que el sistema funcionara, debían cumplirse dos condiciones. La primera era que se sumaran clientes ilimitadamente. Madoff gozaba de prestigio y reconocimiento en los mercados bursátiles internacionales, por lo que el dinero fluía y los clientes arriesgaban sus ahorros. La segunda condición era que no todos quisieran retirar sus fondos a la vez. Pero con la explosión de la burbuja inmobiliaria que hizo estallar la Gran Recesión, los inversores quisieron recuperar sus ahorros. En medio de la mayor crisis después del Crack del 29, tampoco había nuevos clientes.
Así, se quebraron las dos reglas básicas que habían mantenido el sistema en pie durante al menos 16 años. Y junto con eso, las vidas de ahorristas en todo el mundo y la del propio Madoff. Después de denunciarlo, sus hijos Mark y Andrew no volvieron a dirigirle la palabra.
Su mujer, Ruth, tuvo que elegir entre ellos y su marido. Eligió a su compañero de más de cinco décadas, hasta que, el 11 de diciembre de 2010, en el segundo aniversario del arresto de su padre, Mark, de 46 años, se ahorcó con la correa del perro en su loft del Soho. Era un último mensaje a su padre después de exponerlo públicamente como un fraude: su familia también lo era.
Ruth también dejó entonces de hablarle al patriarca, pero ya estaba condenada a la soledad: su nuera no le permitió entrar al funeral de Mark ni ver a sus nietos, nadie la quería ahí. Su hijo menor, Andrew, tampoco volvió a hablarle. Alguna vez le dijo a sus amigos que su padre era un “talentoso manipulador” que los crió mediante el bullying. “Mi ira hacia él, lejos de disiparse con el tiempo, hizo metástasis”, les confió. Murió víctima de un linfoma en septiembre de 2014.
Habían sido una familia “muy unida, una empresa familiar”, según recuerda el propio Madoff en sus conversaciones con Fishman. Se los podía ver en alguno de sus cuatro yates en las playas de Palm Beach, de vacaciones en su casa de verano de Montauk, en galas benéficas y jugando al golf o almorzando en los exclusivos clubs que frecuentaban Bernie y Ruth. En 2011 ella confesó en una entrevista con The New York Times que también ellos habían tomado pastillas juntos dos semanas después de la detención de su marido, mientras él cumplía arresto domiciliario, en la Navidad de 2008: “Queríamos acabar con todo”. La dosis no fue suficiente. El diría después que despertó a la mañana siguiente pensando que no podía dejar a su familia.
El sociópata y una cadena de suicidios
Las mentiras de Madoff a su entorno más íntimo, y el peso y las dificultades de sostener sus crímenes en secreto a través de los años, pusieron por momentos en duda hasta qué punto la estafa pudo llevarse a cabo sin su complicidad. Pero si eso nunca pudo probarse, el drama y la cadena de muertes que provocó la explosión de esa otra burbuja personal terminó por dar una dimensión real de hasta donde fue capaz de llegar con su narcisismo el financista. Eso es, finalmente, lo único de lo que se arrepiente: “Yo destrocé a mi familia”, dice en su entrevista con Fishman hoy disponible en el podcast Ponzi Supernova (2017).
Por sus otras víctimas jamás mostró empatía. “Dicen que soy un sociópata, pero soy una buena persona. Confesé todo lo que hice”, se excusa durante las conversaciones Madoff, que fundó su firma en 1960 con sus ahorros como guardavidas en las playas de Long Island y un préstamo de su suegro. Según él, no fue hasta entrados los 90 que empezó con la estafa piramidal, y arrancó “como algo temporal”. Había tenido malos resultados en unas inversiones y usó el capital de sus nuevos clientes para cubrir el faltante y repartirlo como rendimiento.
Cuando todo se descubrió, también aprendió a repartir las culpas: “Los bancos y los fondos tenían que saber que había un problema, porque yo nunca les dije de dónde sacaba los beneficios. Me negaba y les decía que si no les gustaba se llevaran su plata, algo que obviamente no hacían”.
El 22 de diciembre de 2008, apenas una semana y media después de destaparse el fraude, Thierry de Villehuchet, un aristócrata francés de 65 años, y fundador de la gestora Access International, se cortó las venas en su oficina de Nueva York. Había perdido entre US$1.500 y 2.000 millones con la estafa de Madoff: su dinero y el de sus clientes. Creyó en las promesas de grandes retornos y le confió el 75% de su cartera. Liliane Bettencourt, la heredera del imperio L’Oréal y quien fuera la mujer más rica del mundo, había puesto parte de su fortuna en manos de Villehuchet: terminó por ser una de las estafadas por Madoff.
Dos meses más tarde, el suicidio del veterano de guerra inglés William Foxton, mostraba la diversidad del drama de los damnificados. Foxton era un Oficial de la Orden del Imperio Británico que había perdido los ahorros de su familia en el entramado de Madoff. Se pegó un tiro en la cabeza en un parque cercano a su vivienda de Southampton. “Quiero que vea que ha muerto gente por lo que ha hecho”, dijo su hijo en una entrevista con la cadena ABC.
Madoff, sin embargo, armó su propia verdad para vivir con eso. Era lo que había hecho siempre. “Me venían a buscar para invertir conmigo, porque conmigo hacían plata –se jactó desde la cárcel–. Yo les decía que no invirtieran más de lo que podían permitirse perder: ‘Esto es la bolsa, puede fallar. Yo mismo puedo hacer algo estúpido’. Todos lo entendían, pero todos son codiciosos. No es una excusa, pero eso es lo que pasó”.
Aunque en el momento de su sentencia Madoff dijo que lo sentía, el periodista que más lo conoce, Fishman, piensa que quien fuera presidente del Nasdaq tiene “una relación equívoca con el remordimiento”. “Su posición es que ayudó a mucha gente a hacer mucho dinero y que terminó siendo atrapado por ellos –dijo el periodista a MarketWatch–. Si siente culpa es por haber destruido su carrera y a su familia, no por el destino de sus víctimas”.
Hasta hace algún tiempo, Madoff parecía bastante a gusto en prisión. “Desearía que me hubiesen atrapado antes”, se lo escucha decir en Ponzi Supernova. Según Fishman, eso no solo tiene que ver con el alivio de ya no tener que ocultar el fraude, sino con el trato que le dan los otros internos. “Es una estrella en la cárcel. Robó más dinero que nadie en la historia y, para otros ladrones, eso lo convierte en un héroe: hasta le piden consejos financieros”, dice.
Llegó a comprar todo el stock de chocolate de taza del penal para monopolizarlo y especular con el precio. “Si querías chocolate caliente, tenías que pasar por Bernie”, cuenta Fishman. El hombre que había inventado un imperio con solo 500 dólares, había encontrado la forma de recrear el juego del mercado incluso tras las rejas. Esta vez sin riesgo de ser detenido, aunque en alguna oportunidad terminó en la enfermería tras una pelea a golpes con un compañero que tal vez no se quedó conforme con su ganancia. La ley de la cárcel.
Anciano y terminal, Madoff tenía una falla renal irreversible por la que cumplía su condena en una unidad hospitalaria. En febrero de 2020, había pidido pasar sus últimos meses en prisión domiciliaria. La Justicia se lo negó: es una compasión que, dicen, el mayor estafador de la historia no tuvo por sus víctimas.