Bukele, Milei y la tensión entre democracia y populismo

Bukele, Milei y la tensión entre democracia y populismo

Bukele

Por Hernán Pablo Toppi

A nivel mundial es cada vez más común encontrar líderes populistas al frente de gobiernos electos popularmente. América Latina no es la excepción, la democracia contemporánea y el populismo parecen mostrar tensiones cuyas derivaciones pueden ser diversas, ejemplo de ello son Nayib Bukele (El Salvador) y Javier Milei (Argentina).

La democracia no solo es competitiva y representativa, sino que también es plural. Esto significa que deben coexistir múltiples voces; cuando solo existe una, o las demás son silenciadas, la pluralidad desaparece y con ella, el verdadero espíritu democrático. Así en democracia debe haber: gobierno y oposición; multiplicidad de partidos políticos; diversidad en las fuentes de información; libertad de expresión, de culto y demás formas de manifestación de dicha pluralidad.

El problema es que los líderes y partidos populistas, si bien aceptan a grandes rasgos las reglas del juego democrático, tienen una retórica que tensiona con el componente pluralista de la democracia y presentan una división irreconciliable entre un “nosotros” y un “ellos”. Un nosotros que, a la luz de su visión del mundo, sería legítimo y un ellos ilegítimo, corrupto y que hay que marginar. En otras palabras, para la visión populista existe una “sola” visión legítima: la propia.

El modelo de Bukele

En democracia hay un escenario que inclina la balanza hacia el predominio de una “única voz”: el gobierno mayoritario. Este es aquel en el que la fuerza gobernante obtuvo un nivel de respaldo electoral tal que cuanta con las mayorías necesarias para promover su agenda de gobierno. Esto implica básicamente no solo tener control del ejecutivo, sino también del legislativo.

Por lo tanto, si un líder “populista” se encuentra en una situación así, podría llevar adelante su agenda “antagonista” sosteniendo su retórica crítica del “ellos” sin mayores costos reales, pues no existiría una oposición fuerte. El decisionismo personalista es muy común en un escenario con estas características, lo cual para muchos implica una “erosión” en la calidad democrática.

El gobierno de Nayib Bukele ingresa dentro de esta categoría. A diferencia del tradicional bipartidismo salvadoreño, este obtuvo un respaldo que le permitió ganar cómodamente en 2019 y tener un gobierno mayoritario y personalista. Además, promovió sin mayores vetos (aunque si con denuncias), políticas de restricción de movimiento durante la pandemia y de confrontación contra el crimen organizado y, gracias a la popularidad alcanzada, terminó siendo reelecto, aunque forzando la constitución, en 2024.

En ese tiempo, la calidad democrática salvadoreña se vio cercenada. De acuerdo al índice de Freedom House el puntaje que tenía el Salvador cuando asumió Bukele era de 67/100, pero la última medición, en 2024, arroja un valor de 53/100, lo que lo transforma en un país “parcialmente libre”.   

El caso de Milei

En contextos de mayor fragmentación política y sin la existencia de un gobierno mayoritario, la tensión entre populismo y democracia adquiere otra forma. Esto porque la conflictividad ahora si se explicita entre los sectores antagónicos. ¿Por qué? Porque el “ellos”, o al menos una parte de este grupo, tiene aquí mayor peso institucional, pudiendo transformarse en un veto (si las instituciones democráticas funcionan adecuadamente) a los objetivos políticos inmediatos del gobierno.

Esto es algo lógico, esperable y hasta saludable que ocurra en una democracia “plural”, pero claramente puede resultar conflictivo para la cosmovisión política populista, más ligada a absolutos que a resultados intermedios.

Hay diferentes alternativas para abordar esta tensión, y dos de ellas se evidencian claramente en el gobierno de Javier Milei. La primera es mantener el antagonismo, lo que puede llevar a la falta de consensos —que genera parálisis institucional— y/o la búsqueda de una mayor concentración del poder en el Ejecutivo, evitando al Congreso y favoreciendo un decisionismo discrecional. Esta última práctica suele asociarse con democracias de menor calidad institucional, como las llamadas “democracias delegativas”.

Durante su primer año de gobierno, la relación con el Congreso Nacional ha sido especialmente conflictiva, al punto tal que, desde el oficialismo, el legislativo fue calificado como un “nido de ratas”. Además, la no presentación del Presupuesto 2025 anticipa una mayor discrecionalidad en la asignación de recursos para el próximo año en Argentina.

La segunda posibilidad es la negociación y la búsqueda de consensos, algo deseable en una democracia fragmentada. Si esto ocurre, los extremos deberían debilitarse y los resultados intermedios deberían primar. Con esto no se erosionaría la democracia, sino el antagonismo populista (para muchos esto es parte de la llamada “resiliencia democrática”).

Aquí aparece la segunda cara, más política, del gobierno de Milei. Si bien sostuvo en varios ámbitos su retórica “nosotros versus ellos”, en determinados momentos buscó generar consensos. Camino al balotaje promovió una “tabula rasa” con parte de la oposición con la cual antagonizaba hasta entonces. Esa “oposición dialoguista” es la que le ha permitido, en el contexto legislativo conflictivo antes mencionado, aprobar algunas leyes.

Lo que es claro es que sin estos acuerdos, por más cortoplacistas que sean, el gobierno de Milei no hubiera tenido ninguna posibilidad de prosperar en el terreno legislativo, al ser gobierno minoritario. El ser consciente de esto, hizo que su discurso antagonista debiera dar paso al diálogo y acuerdo, al menos en parte y con algunos sectores para sostener la gobernabilidad. 

A modo de reflexión final

Sea cual sea el camino elegido, queda en evidencia la incompatibilidad entre una democracia de calidad y la retórica antagonista del populismo. El decisionismo personalista, la conflictividad irreconciliable y la búsqueda de acuerdos generan tensiones con alguno de estos aspectos. En la práctica termina prevaleciendo “la democracia” o “el populismo”, pero no ambos.

Sin embargo, en los casos mencionados, donde la democracia enfrenta estas tensiones ya sea por el decisionismo o la conflictividad con el “ellos”, los gobiernos han logrado resultados visibles alineados con sus agendas. Por ejemplo, la reducción de la inseguridad en El Salvador o la estabilización macroeconómica en Argentina, lo que les permite mantener altos niveles de popularidad.

En este marco, ¿qué prioriza hoy la ciudadanía? ¿Los resultados inmediatos, aunque sean alcanzados a costa de tensiones institucionales, o el fortalecimiento de la calidad democrática en sus países? El dilema está sobre la mesa y seguirá siendo clave en el futuro.

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