Callejón Macorís tiene una interesante historia

Callejón Macorís tiene una interesante historia

Callejón Macoris.

Pese a ser tan pequeño, tiene sobresalientes historias y leyendas sobre sus antiguos pobladores, las importantes instituciones y edificaciones que existieron en él y sus sorprendentes orígenes.

Fueron demolidos una gran puerta de arco y gruesos muros que se extendían desde la iglesia Conventual de los Padres Dominicos hasta la Capilla de la Tercera Orden de los mismos sacerdotes, para dar paso a la legendaria callecita.

Detrás de esos muros quedaban las anexidades de la Real y Pontificia Universidad de Santo Tomas de Aquino fundada en los primeros años de la colonia. Ahí permanecieron hasta 1894 cuando el ayuntamiento ordenó derribarlas y abrir una calle que debería empalmar con la de La Misericordia, hoy Arzobispo Portes.

Los datos los ofrece Luis E. Alemar en su obra “Santo Domingo. Ciudad Trujillo”. El pueblo llamó a la calle “De la Universidad” y planteó que la denominaran “La Limitada”, por su corta extensión, petición no complacida.

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Además de las instituciones citadas funcionó ahí la sociedad “Fervorosos del Rosario”, y la propiedad donde estuvo el Seminario Conciliar de Santo Tomás de Aquino fue comprada por el arzobispo Meriño “quien levantó los departamentos que miran al Sur y la mitad de los que miran al Este”, consigna Alemar. También existió un gimnasio instalado por el profesor Luis Desangles en 1888.

Guaticabanú y otros aborígenes. Raymundo González Peña, uno de los más completos y reputados eruditos de la época colonial, conoce la historia del callejón desde ese período y la rememora con espontaneidad y admirable fluidez, recordando, en parte, conversaciones con el sacerdote e historiador Fray Vicente Rubio quien también escribió sobre la vía.

“La calle Macorix, a veces llamada también Macorís, lleva este nombre en reconocimiento a la etnia indígena así denominada, que también daba nombre a la lengua de la región Noreste de la antigua Isla de Haití o La Española”, explicó.

Agregó que el primero de los españoles que vivió entre esos indígenas y aprendió la lengua, fue el religioso y etnógrafo fray Ramón Pané, enviado por Cristóbal Colón para conocer costumbres y creencias de los aborígenes. “Logró convertir a varios de los macoriges a la religión católica, siendo el primero de los bautizados el indígena de nombre Guaticabanú”.

Pané recoge esos datos en sus relaciones, que están entre los primeros escritos en castellano del Nuevo Mundo, significó González.

Reveló que el callejón fue cerrado en la época colonial “pues fue cedido a los padres dominicos a petición del vicario provincial, Pedro de Córdova, información publicada por fray Vicente en la revista Casas Reales”.

Desde entonces, manifestó, “sirvió de atrio para la iglesia del Convento, y más tarde, en su ámbito se construyeron habitaciones para los estudiantes del Estudio General del Convento y luego Universidad de Santo Domingo (desde 1538)”.

En el siglo XVIII se construyó la capilla de la Tercera Orden. “Así permaneció hasta el final de la presencia de los dominicos en la Isla, en 1822, cuando se trasladaron a otros conventos de los reinos españoles en la Audiencia de Caracas y la Isla de Puerto Rico”.

Apuntó González Peña que en la época de la dominación francesa, “tras la ejecución, en 1801, de la cesión que estipulaba el artículo cuarto del Tratado de Basilea de 1795, al final de la calle Macorix, que llegaba hasta la hoy Arzobispo Portes, se construyó una casa que cerraba el acceso al mar en dirección Sur.

“En el siglo XIX, se reabrió” y antes de que este finalizara“ se estableció en la capilla de la Tercera Orden la institución para formar educadores fundada por Eugenio María de Hostos: la Escuela Normal, que comenzó a funcionar en febrero de 1880”. Luego acogió la Biblioteca Municipal, en cuyo patio fueron enterrados los restos de Hostos, “junto a la estatua sedente realizada por el escultor Juan José Cifre”.

Los restos fueron trasladados al Panteón Nacional en 1985.

Alemar reseña que el callejón y sus alrededores “infundían respeto por las noches mientras no existió el alumbrado eléctrico. Los abuelos decían que pasadas las 12 de la noche salían de aquellas ruinas fantasmas encapuchados, que no eran otros que los frailes muertos en el convento vecino; gallinas con pollos que desaparecían misteriosamente en la plaza, espíritus con velas encendidas y animales fantásticos de toda clase…”.

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