¡Capitalistas dominicanos, uníos!

¡Capitalistas dominicanos, uníos!

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La República Dominicana está viviendo cada vez más, de una forma más acelerada desde hace unos 70 años, una revolución capitalista, pues en otros países y en otras partes, y sobre todo también en el Caribe, pretendían realizar una revolución socialista. Aquí los dominicanos calladamente, estábamos desarrollando una revolución capitalista. La República Dominicana está respondiendo políticamente a esa revolución que ha tenido lugar y que está teniendo lugar”.

Son palabras recientes de nuestro historiador nacional Frank Moya Pons con quien, en gran medida, concuerdo. Pero confieso, remarcando ideas antes expuestas en esta columna: todavía falta mucho por hacer. En verdad, al igual que en el siglo XVII, en la República Dominicana, como bien advierte Pedro Mir en su gran ensayo “El gran incendio: los balbuceos americanos del capitalismo mundial”, la capitalista sigue siendo revolución pendiente.

Y es que no nos sobra capitalismo, a pesar de ser emocionalmente la nación más capitalista de nuestra América. En realidad, tenemos un déficit capitalista. Por eso necesitamos una República del trabajo y de la propiedad: convertir a los cuentapropistas en microempresas formales, a los proletarios en propietarios y a los trabajadores informales en proletariado.

Más aún, al capitalismo dominicano hay que llevarlo a su propia legalidad, pues, como bien advirtieron Otto Kircheimer y Franz Neumann, la legalidad sufre no solo a consecuencia de los gobernantes sino por obra del poder no domesticado jurídicamente, de los poderes privados del mercado (Ferrajoli), y del funcionamiento desenfrenado de un capitalismo que no respeta derechos, instituciones ni contratos, de un “capitalismo salvaje”, de un “capitalismo de amiguetes”, ansioso de instaurar la “ciudadela de la oligarquía” (John Bartlow Martin).

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Parece paradójico pero el capitalismo necesita también del Estado. No un Estado liberal autoritario como el del Chile de Pinochet o la China pos Mao, que reconozca exclusivamente las libertades económicas en el mercado, restrinja los derechos civiles y políticos y se desentienda de sus obligaciones como Estado social y de su deber de garantizar los derechos económicos y sociales de las personas.

Se requiere un “Estado fuerte” pero no autoritario: uno que se articula en procesos de toma de decisiones democráticos; que, como Estado de Derecho, está basado en la separación de poderes, la seguridad jurídica, la certidumbre institucional y el control de los poderes; que, en tanto Estado Social, garantiza todas las libertades y no solo las del catálogo clásico liberal, para asegurar así el “mínimo existencial” y la vida digna de las personas.

Un buen marxista diría que la infraestructura material de la sociedad, o sea, las fuerzas productivas y las relaciones de producción, determina la superestructura, lo que incluye el Estado en un momento histórico concreto.

Juan Bosch, por su parte, vincula la ausencia de un Estado efectivo y eficiente a la carencia de una verdadera clase gobernante.

La dificultad radica en que, como bien advertía Niklas Poulantzas, ni la clase dominante es un conjunto monolítico que controle de modo racional el Estado ni el Estado “representa directamente los intereses económicos de las clases dominantes”. En este escenario, la revolución capitalista demanda arrebatar de las manos populistas las ideas de “hegemonía cultural” de Gramsci y de “vanguardia” de Lenin, de modo que el “constituency” capitalista piense y actué como clase capaz de articular coherentemente la dirección de la sociedad.

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