Como cada año, la cercanía del 16 de agosto viene acompañada de rumores y expectativas de cambios en el tren gubernamental, que a veces son pronunciamientos claros y directos planteando la necesidad de llevar caras nuevas a la administración pública, como ha sido el caso del obispo auxiliar de Santiago, monseñor Tomás Morel Diplán, quien ayer consideró saludable que el presidente Luis Abinader sustituya a aquellos funcionarios que no están haciendo bien su trabajo o que muestran señales de cansancio. “Cuando hay cambios en cualquier institución se dinamiza, y sobre todo en el Estado. Muchas veces llegan caras nuevas, con nuevas ideas; personas que puedan aportar, porque después de dos años de servicio se van agotando los funcionarios y las ideas”.
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Y aunque el prelado, probablemente por prudencia, no los mencionó, en esa lista debería incluirse también a los que desde sus ministerios han sido una fuente permanente de ruidos y conflictos, a los que no hace falta identificar; e igualmente a aquellos que todavía, dos años después de asumir sus cargos, no acaban de entender que llegaron al gobierno para hacer las cosas de manera diferente, a los que no se debería esperar que cualquier día de estos Alicia Ortega o Nuria los sorprendan fuera de base exponiendo al sol sus trapos sucios.
Desde luego, la última palabra siempre la tendrá el Presidente de la República, quien desde su condición no está en la obligación de hacerle caso a las sugerencias de un obispo ni tampoco a las de este servidor, aunque estén animadas de las mejores intenciones.
Pero sería un error no aprovechar la oportunidad que le ofrece la fecha, las expectativas de cambios que la acompañan, para lavarle la cara al gobierno, inyectarle sangre e ideas nuevas, apartando de su lado a los funcionarios que no funcionan. O, peor todavía, que ni siquiera les importa que así sea, pues creen que el cargo es un derecho adquirido al fragor de la campaña electoral que llevó al PRM al Palacio Nacional.