El caso Odebrecht continúa hoy su tortuoso transitar por los tribunales donde parece estar en un “callejón sin salida” desde que el 7 de junio de 2018 fue sometido por ante la Suprema Corte de Justicia (SCJ), atado al privilegio de jurisdicción que entonces tenía un senador incluido entre el grupo de siete supuestos beneficiados con los US$92 millones de sobornos pagados por la constructora brasileña.

En la alta corte el proceso contra Ángel Rondón, Víctor Díaz Rúa, Conrado Pittaluga, Andrés Bautista García, Roberto Rodríguez, Tommy Galán y Jesús (Chú ) Vásquez, este último descargado, dio bandazos durante un año y seis meses.

El 29 de enero de 2020 el juez de la instrucción especial asignado Francisco Ortega decidió mediante sentencia declinar el caso a la jurisdicción Ordinaria “por falta de un texto normativo que le autorice a juzgar a personas que no sean funcionarios”. Solo el senador Tommy Galán quedó en la SCJ hasta que perdió su “privilegio” de jurisdicción en los comicios.

Tiempo de parto. Tras un largo receso de 9 meses, primero en espera de la designación del tribunal que conocería el proceso, y luego por la pandemia del covid-19, el 5 de noviembre empezó el juicio de fondo en el Primer Tribunal Colegiado de la capital.

A partir de esa fecha el Ministerio Público ha logrado incorporar 401 documentos de los 1,700 que ha dicho tener como pruebas y que han sido avalados por 10 de los 28 testigos a cargo que hasta el jueves había presentado, no sin objeciones de los acusados.

Dardo de los imputados. Han sido siempre la negación de los hechos, la supuesta falacia argumentativa del MP; falta de investigación, ambigüedades de testigos a cargo y, las declaraciones que de la expresidenta de la Segunda Sala Penal y actual procuradora general, Miriam Germán Brito.

En julio de 2017 durante el conocimiento de los recursos de apelación de algunos imputados, Germán Brito, en un voto razonado en el que favorecía la variación de la medida, reconoció como “gravísima” la acusación, y la reprobó.

No obstante, dijo que al fundamentarse la coerción en la gravedad del hecho, obligaba “a examinar aspectos probatorios” que no son propiamente parte, de ordinario, de una coerción.