El proceso de degradación de la vida pública produjo un modelo indecente de confrontación caracterizado por agenciarse, a reconocidos propaladores de calumnias, incentivados por el oro corruptor de políticos desprovistos de ideas y sin la menor formación, interesados en trasladar sus vacíos a todo el que presumen competidor.
Ahí radica la naturaleza infame de exponentes que tomaron como asalto la arena partidaria, y de un tiempo para acá, asfaltados por la desgracia del clientelismo.
En una sociedad donde el debate riguroso impera automáticamente excluye al club de insuficientes que aspiran a establecerse por la fuerza del dinero. En esencia, la operación ha sido perfectamente estructurada: menos talento mayor intención de dañar.
Por eso, las campañas electorales provocan un altísimo nivel de exaltación en las correas de transmisión de la palabrería insulsa, y los ecos percibidos en los medios de comunicación obedecen al nivel de rentabilidad que producen al club de turiferarios, siempre aptos en los intentos de descalificación, financiados por descerebrados que subestiman la habilidad de los ciudadanos en identificar la fuente estimuladora de la difamación.
Cuando el partido se hizo chiquito para grandes negocios, se adulada al arquitecto que creyó posible edificar su tranquilidad a golpes de complicidades. Identificó sus periodistas, orquestó ventajas financieras a sus abogados e instaló peones con la clara intención de decapitar todo referente de disidencia, pero como de costumbre, subestimaron la inteligencia popular y la lección los dejó en el zafacón de la historia.
Creyeron que el festival de calumnias concluiría con la campaña electoral y las perversidades inventadas pasarían al capítulo de dardos productos del calor y emoción de la competencia partidaria. Y se equivocaron.
Esperé con inusitada paciencia, deposité en los tribunales todas las herramientas acusatorias y la sentencia de la segunda sala penal dictó: el nombre del calumniador, tiempo en Najayo y sanciones pecuniarias para los abogados. La realidad es que, de una vez y para siempre, tenemos que acabar con la irresponsabilidad de utilizar los medios como instancias de difamación y/o recurso rastrero de descalificación.
La señal es importante porque envía un mensaje de consecuencias al afán creativo y calumniador de los que pagos en sus calificaciones irresponsables, deben tener resultados legales adversos.
Cayó el primero, y lo lamentable es que el cerebro jurídico abandonará a su lacayo de turno antes de recibir el látigo condenatorio. Además, el político descalabrado creyó que desde el corazón de su nómina podía derrotar un honor y decoro, conocido desde el día que abrí mis ojos.
Tenemos que dejar de usar los medios de comunicación para difamar
A menos talento mayor intención de dañar
Subestimaron la inteligencia popular