Celeste Woss y Gil: pionera y la Gran Dama de nuestra pintura

Celeste Woss y Gil: pionera y la Gran Dama de nuestra pintura

Corrían los días del mes de mayo del año 1890, para ser más cierto, el día 5. Así de improviso el entorno tomó matices color violeta, la brisa fresca acarició el paisaje y de las entrañas de los cielos se escapó un lucero de azulada luz, espléndida, vibrante, clara y luminosa, se posó en la tierra y alumbró el sendero.

Luego se oyeron cantos de voces tiernas, entonando cantos de amor y de esperanza. Se hizo el milagro; nació la luz, el color y la belleza.

Yo no estuve ahí, no sé si eso fue cierto, pero la leyenda nos cuenta que sí pasó.
Celeste Woss y Gil nació un 5 de mayo de 1890 y siendo una venerable anciana, vetusta, firme y cierta, nos dio un cálido adiós; serena, tranquila, cargando a cuestas todo el pesado fardo del deber cumplido.

Doña Celeste, pasajera en el tiempo y la distancia, aparcó su estancia, unas veces como aprendiz y estudiante y otras como pintora y maestra en lejanas y distantes latitudes. Latinoamérica, Europa y Estados Unidos fueron testigos de firmes pasos y relevantes esfuerzos de nuestra artista, para conciliar en su fértil vocación el talento y el quehacer.

Dibujante y retratista de fino acento; clásica y pura con aportes a la generación que la compartió; fue una digna expositora de un arte sobrio y conceptual.

Dibujos ligeros de estricta línea, volúmenes engrandecidos acaso sostenidos por un entorno sutil y espontáneo que delataba la figura. Esfumados apliques de negro carboncillo que de final nos hablaban del tema y el modelo.

Eran sus dibujos hombres, mujeres, bodegones, desnudos clásicos con una grata tendencia a la modernidad. Equilibrados y formales asentados en gráciles escorzos que nos decían de sobrio y profesional taller.

Sus retratos generalmente realizados al óleo, compartían disímiles concepciones de técnicas y color. Unos realizados con la formalidad de la academia clásica y otros con ligeras distorsiones que Celeste dejaba entrever en su juego y verdad de nuevos manejos de la forma y la expresión.

También, ella contemplaba en el uso del color, maneras ajenas de una y otra expresión cromática.
Dependiendo del modelo, dependía el color. Los grises, pardos y negros asentados con maestría y destreza, daban forma franca e íntima al intento pictórico, y ese coloquio de tímidos y apagados tonos, expresaban carácter, actitud y semejanza con lo deseado.

En sus extraordinarios retratos a mujeres, ella modelaba sus rostros con carmines encendidos, que otorgaban a sus preciosas caras, ese rubor tierno y descarnado, presagio de belleza y candor.
Atrevidos y luminosos amarillos y violetas, nos hablaban de aventuras y atrevimientos cromáticos y a la vez, la destreza y la mágica visión, confirmaban de una pintora sin temores, arriesgada, creativa y audaz.

Así compartía Celeste su fuero frente al arte.
Tímida, tranquila, parca y formal. Agresiva, audaz, incansable, loca enamorada en su fantasía, de sus sueños; aguerrida consorte de su destino, pintora universal.

Sus aprendizajes en las distintas escuelas de arte la artillaron de profundos conocimientos como artista y pintora que aplicó en su larga y permanente carrera, como feliz autora de una notable colección de su pintura y además fue una fuente espléndida en la enseñanza, como gran maestra y profesora de varias generaciones de pintores dominicanos.

Sepa usted, doña Celeste, que varias galerías y museos internacionales atesoran su obra; pendientes de blancas paredes, hermosamente decoradas con el color y esplendor de sus codiciadas pinturas.

Sus desnudos femeninos, estampas posadas con todo su candor: insinuantes, voluptuosas, tranquilas y serenas. Su piel tersa, suave y espléndida, de un color pastel encarnecido, con carmines y tierras de Siena.

A pesar de su tierna fragilidad, sostenía con gracia y picardía todo el encanto de mujer que atesoraba en sus entrañas. Su piel mágica; insinuación de un color extraño, diferente, entrañable. Color de perfumada rosa: color de mujer.

Doña Celeste hizo suyos los versos de Antonio Machado que decían “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

Jamás el perfume del éxito turbó sus sienes; virtud que ennoblecía su entereza, rigor de vida.
Todo su camino fue cierto y recto. Trilló parajes, urbes, islas, continentes y un destino histórico luminoso y claro. Fue su faro; puerto de partida y de llegada.

El destino, justo unas veces y cruel en otras, la tomó de sus manos; la encaminó por senderos infinitos hasta su última posada: LA INMORTALIDAD.
Se fue muy lejos. Nos dejó su alma, suave brisa aromada con un dejo de nostalgia y ese leve presentir de olvido.

Doña Celeste, ha sido nuestro homenaje a usted y a su arte, humilde, pero sincero. Usted se merece mucho, pero mucho más. ¿Acaso no es usted la Gran Dama de nuestra pintura?

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