Las 5 de la tarde era una excelente hora para viajar a Moca. Moca es una ciudad interesante. Es histórica y su hidalguía está relacionada con la libertad y la defensa de la democracia. Mataron a Mon Cáceres y gracias a la bravura de sus hombres salimos del sátrapa. Iba feliz, pensando con qué música iba a acompañar el baño de verdor del trayecto. Un taponcito normal y unas gotas de lluvia en la Luperón no eran motivo de preocupación un viernes, en que el regreso a casa de los trabajadores a larga distancia es mandatorio. Sin embargo, el tapón se fue prolongando y las gotas de lluvia, se convirtieron en goteros y los goterones eran puñales en el techo, en las ventanas y en el parabrisas delantero, una cortina de cristal transparente, una chorrera blanca salida del recuerdo de mis días de ríos infantiles en mis amados campos de Monte Plata. No me di cuenta, y una hora después, estaba en la misma esquina. Suspendido el viaje me devuelvo para encontrarme con un brazo de mar, de aguas sucias con carritos flotantes. No había potencia ni freno ni acelerador que pudiera servir para aminorar la furia materializada de Mercurio.
Tres horas después, Moca había desaparecido del recuerdo. No había mofongos ni calles espejos que del pasado nos llevarán a vivir la magia del futuro.
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Solo había agua y jóvenes gritando en su interés de ayudarse ayudando a los carritos modelo Uber e Im Drive convertidos en patitos feos en la bañera inmensa que era la ciudad sin puertas de salida y sin amarillo.
La desesperación me llevó a entrar a una bomba, allí habían tantos carros que se hizo difícil buscar espacio. Sentirse medianamente a salvo, para luego ir percibiendo cómo el agua se acumulaba y nos cercaba. De modo que una especie de pánico se nos fue adueñando. De la claustrofobia aterradora pasamos a encontrar una solución. Un bombero, le dije sácame que estoy a punto de un ataque de nervios. No sé cómo unos pocos pesos hicieron lo suyo. Salí de ahí, tuve que bajarme del auto en la calle, con palabras amables hacer mover los carros un largo tapón sin que nada ni nadie les impidiera seguir o parar. Estuvieron ahí por horas como yo, paralizados. Logré avanzar hasta la casa de una amiga cercana. Me paré, toque, me abrieron, me acosté en una cama ajena. Me dormí sin tregua. Fue al despertar que me enteré lo cerca que había estado de la muerte. Con esas historias de autos ahogados, clavados en barracones, muertes pendejas, desaparecidos entre la noche, el hambre y el frío… Repasando una y otra vez las imágenes de la inundación, del dolor, de las pérdidas y la incertidumbre, comprendí que casi nunca nos enteramos del mal que vivimos hasta que nos movemos de ahí. Desde la conciencia, he parido otros miedos que han aposentado un extraño titiritar en mi cuerpo, algo silencioso que se mueve suave, de ida y vuelta, entre el estómago y mi piel…