Accedimos al 2009 con una gravísima sequía cultural: no habían bibliotecas públicas de significación. La Nacional Pedro Henríquez Ureña seguía en reconstrucción, la República Dominicana había sido clausurada y reciclada en otro concepto.
Hay una trágica ecuación en Santo Domingo: a más población, menos libros, menos espacios para el conocimiento. Si a eso le agregamos los aprestos con los que queremos asumir la modernidad, el futuro no será muy provisorio: en las bibliotecas no se aceptan lectoras con blusas o camisas sin manga ni faldas cortas, nada de pantalones cortos o ropas deportivas. Hay una especie de código ético, por lo demás, dispuesto por especialistas en Cultura y en Educación, donde los jeans son pura provocación y las camisas por afuera lo prohibido, amén de que los profesores tendrán que ir con el pelo en orden, prestando sumo cuidado a la presentación personal. A cambio de ello, si es que Cultura o Educación se recuerdan, llegarán cajas de libros, un par de computadoras, un cargamento de poetas aborígenes y extranjeros que leerán lo más pronto sus poemas, se montarán en sus guagüitas particulares y a la Virgen que reparta suerte.
En medio de este panorama entre dantesco y quevedesco, hay un referente que salva: la Biblioteca Antillense Salesiana y su mentor, el padre Jesús Hernández, a quien ya no sabemos cómo agradecerle tanta bondad, tantos aportes, tanto todo.
El padre Hernández se ha pasado toda una vida realizando este sueño de un templo del conocimiento, ¡y en el Caribe! Cuba, Puerto Rico, y finalmente, nuestra Isla, han sido las estaciones de esos libros, folletos, papeles que condensan el saber, los pensamientos, las líneas vitales de la humanidad.
La Biblioteca Antillense Salesiana es única en su género. Podríamos juntar todos los libros de las universidades dominicanas y ni aún así se le daría alcance a esa suma de libros de filosofía, sociología y literatura. De ella tienen noción y han hecho su casa muchos científicos sociales dominicanos, y no sólo ellos, también ahí van estudiantes con y sin recursos, gente a la que no se le pide nada, sólo el deseo de conocer.
El padre Jesús Hernández ha levantado de la nada esa Biblioteca. Trabajando como las hormigas, visitando incansablemente todo tipo de oficina, institución, negocio, el padre no deja de insistir en la idea de acopiar libros, revistas, en plantearse incesantemente nuevos ejemplares, como si sólo se pudiese vivir entre el reto de conseguir tal o cual texto. Junto a esos estantes, se encuentra un personal modesto pero intenso en el trabajo y en sus productos: una invaluable base de datos sobre pensamiento dominicano, que el padre comparte con la misma bondad con la que los profetas y apóstoles compartían el pan.
Ojalá y de las migas que sobran de Cultura y Educación y de Indotel, se pudiera desparramar algo hacia la Biblioteca Antillense Salesiana, que es como decir, al barrio, a la gente, al saber, a la crítica, a la discusión. Están bien los diplomas. ¡Ahora hace falta pagar la factura de los libros del padre Hernández! ¡Démosle un libro al padre!