Viven en el extremo donde San Carlos parece que no es San Carlos. Desde hacen ya treinta años se les ve ahí, en sus mecedoras, aferradas a la historia que va pasando, junto a los carros, los autobuses, los perros, la gente a pie, bajando por la Barahona.
Pienso en su día a día, en las cosas que ellas hacen y que todo mundo hace, pero que aquí se hacen con amor, con dedicación, con consideración de la persona, y me pregunto por qué el mundo sólo está lleno de héroes con problemas y en riesgo, de paisajes enrojecidos por el dolor y la pena, cuando también existe esta zona de paz en medio de tantas nubes grises.
Al comenzar el año me alejo de los fuegos artificiales, de las ciudades que se nos vienen arriba, de las letras rastrilladas y muchas veces oxidadas de nuestros autores, de los políticos y sus glorias universales.
Vuelvo al sitio del que nunca he salido, a las mecedoras que son el espacio más dulce de la Isla, a ese paisaje de niños barrigones, de deportados, de gente descalabrada y gente alegre y gente trabajadora, pensando que el maestro pío encenderá los motores de los yaniqueques, que los muchachos de los colmados de la esquina arrancarán con el delivery sin tener que pensarlo dos veces, que Niña le seguirá rogando a Dios que por favor, salgan todos los números, que Gan-Gan pasará a las cinco a tomarse su café, que Milagros seguirá atendiendo a sus nietos suizos, que Virginia irá a trabajar bien temprano, que Dulce estará tomando el metro en Canillejas o comprando algo en Cuatro Caminos, que el gran pelotero Henry Rodríguez estará nuevamente repartiendo sus juguetes, celebrando la cena de Navidad, arrancando con la trulla de muchachos para Boca Chica o celebrando en las Cinco Esquinas, que en el Hoyo de Chulín las muchachas seguirán cayendo embarazadas, que Jeringuilla tendrá más vida que el Gato Félix, que los muchachos seguirán jugando basket, que Kiko le quitará la escopeta al guachimán y hará de las suyas, que Nicolás seguirá tomando su vino piña en tanto aparezca el arquitecto Rancier, que la Morena seguirá controlando las alturas, que Madelyne y sus hermanos serán mujeres y hombres de bien, que Venancia ni Miguelito se han ido del todo, que los muchachitos seguirán neceando con la mata, las latas, que Gabina habrá tenido que podar, para su pesar pero para el bien de la casa, aquella palma que había despegado de la casa de Ángela cuando Melina nació, sí, la palma que nosotros le llamábamos «la palma de Melina», sí, porque detrás de cada árbol o planta de la casa de doña Gabina hay un ser querido, un momento de paz entre esos lagartos, en esa sombra por donde Chiqui, Tony, Juan Bolívar, Fausto y Enriquillo Sánchez se habrán tomado un café, conversado sobre cualquier cosa, mientras afuera, las caras lindas están en su esquina de la Jerónimo de Peña.
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