Ser el más famoso escritor en lengua española que vive y colea, ganador de todos los más relevantes premios literarios, eleva a una altura casi imposible el baremo para medir la calidad de cada obra nueva. ¿Qué otra cosa sino más genialidad puede esperarse del marqués de Vargas Llosa, otrora don Mario o “Varguitas” de Arequipa, que lleva embuchados el Nobel (2010), el Cervantes (1994), el Príncipe de Asturias (1986) y otros contundentes galardones?
“Cinco esquinas”, publicada hace unos días por Alfaguara, la más reciente novela de Vargas Llosa, es una entretenida narración sobre la sociedad limeña a finales del decenio fujimorista (1990-2000), imbricada de erotismo, intriga política y denuncias del amarillismo periodístico y su abuso por gobernantes corruptos. Escrita por cualquier otro, pudiera decirse que roza la excelencia; de la pluma de Vargas Llosa, luce hecha sin mucho esfuerzo, como para complacer un mercado ávido de inéditas obras. Es como si un gran chef hubiese creado un nuevo plato con viejos ingredientes, sabroso y bien presentado, pero que no añade nada a su prestigio, aparte de confirmar la vitalidad de este octogenario.
Cada uno de los planos de “Cinco esquinas” ha sido trabajado antes con mayor fuerza expresiva y verosimilitud por el propio Vargas Llosa en obras anteriores. Lo cual no quita un ápice de eficacia a la nueva novela, que puede leerse de un tirón, tan buena como los thrillers de Agatha Christie o Tom Clancy, una fórmula manida pero con seguidores entusiastas.
El argumento es relativamente sencillo. La represión y el toque de queda impuestos por el presidente Fujimori durante la segunda mitad de los ‘90s en Perú obliga a distintos estamentos de la sociedad limeña a variar sus hábitos. Entre la élite, el sexo incrementa su utilidad como válvula de escape ante las presiones, al punto de que surge una inesperada relación lésbica entre dos amigas cuyos maridos son también protagonistas, uno como víctima de un chantaje a través de la prensa escandalosa y otro como su abogado y amigo de infancia. El ejercicio periodístico y su debilidad ante el poder, representado por “el doctor” (Vladimiro Montesinos castigado en la novela como innombrable), son denunciados como si el caso peruano fuese único, peor que otros o una primicia. Los sórdidos personajes del mundillo mediático y de la alta sociedad limeña quedan involucrados en una trama en cuyo fondo está difuminado el terrorismo del MRTA, Sendero Luminoso y del propio Estado.
La novela alcanza un altísimo punto de excelencia en un capítulo esdrújulo, o antepenúltimo, en que diálogos discontinuos temporal y espacialmente llegan al lector en una alucinante corriente de voces simultáneas como algún coro griego con actores embriagados, pero inmediatamente cae de ese cénit a un penoso nadir catedrático sobre ética periodística: como si la brillantez de unas cuantas páginas memorables hubiesen dejado al autor exhausto o sin idea de cómo descender de esa cumbre en busca de una solución conclusiva.
Vargas Llosa ha preferido olvidar que la esencia original de la prensa, tanto en los Estados Unidos como en Francia, fue su uso o abuso por facciones políticas para desacreditar adversarios. Fujimori y Montesinos no inventaron nada, ni siquiera refinaron los métodos del chantaje mediático. Lo que sí hicieron ambos, actualmente purgando condenas penales en Perú, fue vencer al propio Vargas Llosa en las elecciones de 1990, para inmediatamente después robarle sus ideas sobre cómo revertir el desastre económico y político heredado del populista Alan García. Las medidas de Fujimori detuvieron la hiperinflación, estabilizaron la economía, vencieron al terrorismo y le granjearon una popularidad enorme. Pero también se convirtió en un dictador mediante un auto-golpe que disolvió al Congreso y propició horrores políticos. Aún así, con apoyo de dos terceras partes del electorado, en 1995 obtuvo un segundo período tras vencer ampliamente al candidato opositor, el exsecretario general de la ONU Javier Pérez de Cuéllar.
A diferencia de su novela brasileña o “La Fiesta del Chivo”, que obligaron a Vargas Llosa a documentarse sobre sociedades distintas a la propia, “Cinco esquinas” luce escrita sin otro fundamento más que la memoria del autor, cuya propia experiencia política le basta. Pese a sus recientes pronunciamientos en contra de la vacuidad mediática en la civilización del espectáculo a que dedicara un reciente ensayo, curiosamente esta nueva novela luce escrita precisamente para consumo de lectores “light”, los mismos cuyas preferencias literarias animan revistas como “Hola”, “Vanidades” o “People”. Ello así porque pese al tremendo potencial del tema, la época y los detalles que seguramente conoce Vargas Llosa, “Cinco esquinas” queda como un texto superficial, sin profundizar ninguna de sus vertientes, ni siquiera la erótica.
Igualmente, hay un interesante muestrario de peruanismos que Vargas Llosa emplea magistralmente. Voces como “huachafitos” (p. 24), “rocotos” (p. 16), “poto” (p. 51), “mermelero” (p. 79), “calatas” (p. 80) o “pichulo” (p. 87) y muchas otras, aderezan la novela igual a como un chef peruano condimentaría un arroz verde o un tiradito de corvina. Hay pocos abusos como un reiterativo empleo de “altos” para significar pilas o amontonamiento de libros o papeles; o conjugar el verbo “pestañear” sin su “e”, diciendo “pestañó” como también hacemos malamente los dominicanos. Algunos diálogos lucen acartonados, como cuando el abogado Luciano dice a su amigo que es un “cacaseno” (p. 47), forma muy literaria de calificar a un hombre despreciable porque así era el nombre propio de un personaje del autor italiano del siglo XVI Julio César Croce, y término con que Jaime Gil de Biedma se increpó a sí mismo en su famoso poema contra su propio ser. Pero, ¿quién diablos habla así?
Estas minucias en nada mellan la notable calidad de “Cinco esquinas”, una gran novela destinada a sufrir en su fama porque su autor ya antes ha hecho mejor todo lo que buenamente ha logrado con esta reciente obra. Nadie se lamentará del tiempo invertido en divertirse con “Cinco esquinas” y antes al contrario podrá reconfirmar cuán enorme es el talento literario de Mario Vargas Llosa, quien logra la monumental gracia de hacer creer al lector que ha escrito con un mínimo esfuerzo, como Pedro Martínez “pitchando” en una liga doble AA, cuando cualquiera que sea lector agradecido sabe que parir sin dolor es un mito.
Los odiadores de don Mario serán quienes más sufrirán con “Cinco esquinas”. El “fujimorato” protagoniza solo como telón de fondo, Montesinos queda relegado a un tenebroso anonimato; si hay algún ajuste de cuentas quizás solo lo entiendan los peruanos. En fin, si no en Flandes sus picas caerán en la casa en Puerta de Hierro de la Sra. Preysler, a quien quizás los lectores del marqués de Vargas Llosa debamos agradecer la traviesa vitalidad del mayor autor vivo de nuestra lengua española.