Hace ya varios años estando en un supermercado vi entrar una joven y hermosa señora tomada de la mano de un infante con apariencia de no sobrepasar los tres años de edad.

De repente el niño escapó de la prisión de la mano femenina, iniciando una carrera por varios de los pasillos del establecimiento comercial.

Esbozando un gesto colérico en su rostro la dama intentó alcanzar a su infantil acompañante.

Pero este, desde que ella estaba cerca, aceleraba la carrera y se escondía detrás de los tramos que contenían la mercancía del supermercado.

Apenada por la situación que atravesaba la clienta una adolescente que esperaba al lado de una cajera que le informara su cuenta, cuando el chicuelo se acercaba lo inmovilizó agarrándolo por un brazo.

La acompañante del travieso personajillo se acercó, y después que lo escuchó reír a carcajadas, le aplicó un jalón de oreja que le interrumpió el gozar.

Al contemplar la escena, la adolescente se inclinó y le estampó un beso en cada mejilla, preludio de un breve monólogo.

-Ay, no, doñita, no lo castigue, que todos los niños son inquietos y juguetones. Además este es muy bello, tan bello que uno siente ganas de comérselo sin acompañamiento de papas ni de un refresco de botella.

Alrededor de una quincena de años después coincidí con la dama del incidente del supermercado, y un joven en el que reconocí al entonces veloz infante.

Al decirle que era el hombre que fue testigo de lo sucedido allí, inició lo que podría definirse como una queja familiar.

– Este vagabundo que anda conmigo nos ha dado muchas mortificaciones a su padre y a mí, porque es un inútil que vive del cuento sin estudiar. No terminó el bachillerato, y afirma delante de cualquiera que no le gusta trabajar

-Mire, señor, ese día no me identifiqué por vergüenza como la madre de este vividor, pero admito que soy la culpable, porque cuando la cajera del super me dijo que a este cualquiera se lo comía, no me lo tragué sancochado.

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