Probablemente no hayan palabras más influyentes en toda la ciencia económica que éstas escritas tempranamente por Adam Smith en La Riqueza de las Naciones (1776, p. 402):
“… cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital en sostener la industria doméstica, y dirigirla a la consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve. Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad, y cuando dirige la primera de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste como en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios.”
Es decir, persiguiendo cada quien su bienestar material y nada más, conseguimos inconsciente e involuntariamente la mejor situación social posible. Guiados por el hedonismo, a la vez que del egoísmo, alcanzamos el nirvana económico.
Lo más interesante de esta afirmación es que tiene más de falso que de verdadero. En cuanto a esto último, es innegable que la actuación interesada e individual es el principio activo del metabolismo económico en el capitalismo. Cuando se habla de las fuerzas “ciegas” del mercado, de la oferta y la demanda y la eficiencia del mercado libre, en realidad se está hablando del individuo libre y ambicioso, que a cada momento busca la forma de mejorar su situación material. No hay economía sin sujeto, en realidad, sin sociedad. Estos individuos circunstanciales son quienes hacen una economía más o menos dinámica, más o menos pujante.
A la inversa, las falacias del principio de la mano invisible son sólo dos, pero una a cada una de las columnas que lo sostienen. Lo primero, el materialismo, el hedonismo, no reporta la clase ni la profundidad de la felicidad que se esperaba. Hay innegablemente una sensación de placer en el consumo material y conspicuo, pero que nunca logra provocar la serenidad y plenitud que se espera en una situación de bienestar óptimo. Por el contrario, está más que demostrado que el consumo voluptuoso produce un individuo neurótico, frívolo, enfermo. El perfil emocional del sujeto en las modernas economías desarrolladas no es fortuito. Es resultado, justamente, de las circunstancias que lo obligan a una actividad económica permanente, incesante, alienante, con un propósito final insignificante. No obstante, como con las adicciones, aún conscientes del daño que nos provocan, seguimos adelante. No podemos renunciar a ellas. Individualmente no podemos renunciar a la economía.
El segundo tema es el egoísmo. Actuar para sí, sólo por sí, es, en principio, más eficiente. Más de una vez se ha demostrado las dificultades de las acciones nobles y cooperativas. Propósitos abstractos, generales, ideales, acometidos por un grupo, por una comisión, nunca alcanzan la meta y muy probablemente, cuando mengüen las fuerzas, nadie recuerde el motivo inicial. A la inversa, la acción centrada en el interés personal y material, dependiente sólo de la motivación y decisión del individuo, parece tener el resultado asegurado. Sin embargo, resulta que el tal homo oeconomicus es un completo disparate. El ser humano es por naturaleza gregario –es decir, social- y emocional. Circunstancialmente racional, no como lo pone la economía. De manera que cuando aparentemente ha logrado su cometido –ser rico, por decir-, entonces se siente solo. Solo emocionalmente porque, por supuesto, siempre mucha gente rodea al dinero. Gran paradoja la del dinero: como el azúcar se convierte en grasa en el cuerpo humano, el dinero se convierte en poder. Y el poder en soledad y vacío.
Pero hay más. No sólo el “agente racional” actúa en función del beneficio material –en contraste al bienestar integral del sujeto- y de forma individual y particular –en contraste con la acción colectiva concertada y articulada-, sino que la acción social resultante de la actividad económica individual no resulta la suma simple de los resultados individuales en que pensaba Adam Smith. La razón es simple: competir lleva obligadamente a restringir al otro. Donde mejor se verifica esto es en la producción. La idea de uno es ganar mercado al otro mediante el despliegue de sus mejores talentos. Incluyendo en esto, por supuesto, todas las malas artes. Desde las patentes al dumping. Desde la propaganda, y el lobbying a toda suerte de impedimentos legales. La sobre ganancia que reciben los monopolistas –de hecho cualquier productor en un régimen de competencia restringida- no se las apropian en su totalidad los propietarios. No son tan tontos. Más importante que las ganancias corrientes es el flujo futuro de ganancias, y éstas dependen de mantener o aumentar el grado de monopolio del que disfrutan en ese momento. Entonces invertirán parte de esas sobre ganancias en impedir en todas las formas imaginables que más adelante entren nuevos oferentes al mercado. Es decir, en el mercado capitalista no sólo no hay cooperación entre los diferentes productores sino que rige una guerra de eliminación, sobre todo en contra de los competidores potenciales.
Curiosamente, este escenario de hecho, fácilmente comprobable, no ha sido recogido adecuadamente por la teoría. Esta sigue con sus capítulos separados desde la competencia perfecta al monopolio, pero nunca relata la traumática transición de una competencia más o menos libre y abierta al imperio de los monopolios. Así, la microeconomía resulta una secuencia de imágenes de una guerra de exterminio en la que, sorprendentemente, no hay ni sangre ni muertos. Ha sido editada para que sea potable en las universidades.
Insistiendo en el asunto, planteamos que los precios de mercado –oferta y demanda- convergen a los precios de producción, en los que la demanda está dada. La idea de la competencia es atractiva pues nos convence de los resultados de intereses en conflicto luchando “éticamente” entre sí. ¿El resultado? La mejor situación de bienestar social posible, ya lo dijo Adam Smith. ¿Cómo funciona este mercado anónimo? Muchos consumidores querrán los mejores bienes y servicios, al precio más barato, y muchos productores querrán vender esos bienes al precio más caro. Entran en competencia los consumidores entre sí –unos pagarán más que otros con tal de obtener el bien en cuestión-, los productores entre sí, y consumidores y productores entre ellos. Es todos contra todos. Entonces ¿por qué no tenemos ahí afuera la maravilla de que nos habla la teoría? Justamente por el adverbio que entrecomillamos antes.
Según la teoría de la oferta y la demanda, el productor puede vender por debajo del costo (a precio negativo, inclusive) y por encima del costo marginal en el monopolio. Para ponerlo más accesible, puede desde regalar su mercancía hasta venderla mil veces su precio de competencia. Todo depende de las circunstancias del mercado. El concepto de “precio de vaca muerta” explica el primer extremo y “la última coca cola del desierto” explica el otro. Lo que plantean los clásicos es que estas oscilaciones son circunstanciales. Al final, el precio será una tasa de ganancia sobre los costos. Ningún productor puede vender sistemáticamente por debajo del costo, ni ningún productor en competencia puede obtener una tasa de ganancia superior a la del mercado… salvo de que se trate de un mercado restringido. Ya entendemos mejor por qué los monopolios gastan tanto en lograr que no entre un nuevo contrincante a su mercado. Propio de ellos por derecho natural. Y de nadie más.