Había una voz poderosa, segura de sí misma, convincente de autenticidad, un cantante popular muy conocido y admirado, por lo menos en estas áreas caribeñas: Daniel Santos, conocido como El Inquieto Anacobero.
Cuando mi padre se refería a lo efímero, solía referirse a ese vigoroso artista bohemio, quien expresaba su dolor por la escasa duración de todo lo bello, de lo grato y de lo útil, con una canción en la cual se dolía de que en cierto momento de su vida, ese maravilloso instrumento de su voz tan esencial para él- estuviese condenado a perderse. Cantaba: Cuando yo pienso que la voz dura tan poco, / me vuelvo loco y me duele el corazón
Digamos que las potencialidades externas, considerando sus diferencias, según las áreas o disciplinas de que se trate, tienen duración limitada y viene a ser imprudente empeñarse en prolongarlas.
Tuve el privilegio de asistir (creo que a la última presentación pública) del maravilloso violinista Yehudi Menuhin, tocando el Concierto de Mendelssohn en el Royal Festival Hall de Londres, obra con la cual él maravillaba desde cuando era un prodigioso niño. Pero aquello fue penoso. La edad lo había vencido. No eran tantos sus años, pero sí los suficientes para tener que aceptar una declinación dolorosa tras una vida repleta de las exigencias propias de una carrera estelar como la suya, donde un pequeño error es una tragedia.
Ni en la vida ni en la naturaleza existen árboles mágicos.
Nacen, crecen, se desarrollan, dan frutos y se agotan y mueren.
Cuando falleció nuestro más grande violinista, Gabriel del Orbe, el único en lograr las más altas posiciones en las mejores Salas de Europa, yo publiqué un artículo en el Listín Diario, titulado: Gabriel del Orbe y las rosas de piedra.
Al parecer, algunos familiares suyos (y lo lamento) no comprendieron que se trataba de un comentario filosófico acerca del pensamiento del gran violinista, quien se dolía de la efímera perdurabilidad del arte que se realiza en una sala de conciertos, donde los sonidos se esfuman. Yo decía, y reitero mi opinión, que si el Creador no hubiese determinado que la belleza fuera efímera, transitoria, de limitada duración, habría dado a las rosas la perdurabilidad de las piedras.
Además, la impresión que causa un artista en vivo, no en espléndidas, retocadas y corregidas grabaciones resultantes de novísimas tecnologías, es algo especial, con el misterio de vibraciones humanas recién nacidas, trémulas de surgente emotividad que flota sobre naturales temores de un posible error.
Pero esas sensaciones permanecen, su belleza no se agosta, no se marchita, no muere. ¿Acaso, para el alma sensible, muere la belleza de un bello recuerdo?
Durante mi permanencia con la Cincinnati Symphony, andurreaba tras bastidores cuando Arthur Rubinstein, en la cúspide de su gloria, se paseaba atormentado antes de tocar el Concierto Emperador de Beethoven.
Le dije: -Maestro, ¿inquieto?
Me repuso: He tocado este Concierto miles de veces y siempre tengo miedo, sé que cometeré un error en algún lugar que nadie va a notar, pero yo sí.
Su interpretación magistral está viva en mi memoria, en mi alma.
La belleza es efímera y se evapora en el tiempo.
Pero permanece imborrable en el recuerdo del alma sensible.