No podía ser más oportuna, ahora que comienza pronto el proceso electoral 2023-2024, la publicación de la segunda edición, revisada y ampliada, del libro Constitucionalismo y procesos políticos en la República Dominicana, del Dr. Flavio Darío Espinal, que vino a la luz en 2001 y cubría toda la historia político-constitucional desde 1844 hasta la reforma constitucional de 1994 y que en esta ocasión abarca también el período posterior de las reformas constitucionales de 2002, 2010 y 2015.
Espinal, tal como demuestra esta magnífica obra y sus anteriores contribuciones doctrinales, es un constitucionalista que combina armónicamente cinco cualidades que no es usual ver conjugadas todas de modo simultáneo en los iuspublicistas: una gran formación en filosofía política y del derecho, un profundo conocimiento de la historia del constitucionalismo a ambos lados del Atlántico y de la historia político-constitucional dominicana, un sólido bagaje teórico-conceptual en ciencia política, un dominio estelar de la teoría constitucional y de las técnicas de la ingeniería constitucional de la organización del poder y una fina sensibilidad jurídica y dogmático-constitucional.
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Es imposible resumir en esta obligatoriamente cortísima columna una obra tan vasta y de tantas aristas como la que comentamos. Sí pudiéramos decir, citando a Espinal, que, para él, lo que significa sedimentar valores, prácticas y patrones normativos mediante procesos complejos y dilatados de negociación política, formación de voluntades, educación ciudadana, capacitación e inversión de recursos financieros y materiales”. Esa frase, “el arte de escribir constituciones, el arte de construir instituciones”, es para Roberto L. Blanco Valdés, prologuista del libro, “la frase que mejor resume el pensamiento de un brillante jurista”.
Precisamente, uno de los elementos que resalta Espinal en su obra y que constituye uno de los grandes déficits del constitucionalismo dominicano y, en sentido general, del constitucionalismo occidental, como han señalado autores como Roberto Gargarella, es el de no haber repensado todavía la organización del poder, en especial la del régimen presidencial, como demuestra la reforma constitucional de 2010, que “mantuvo el esquema de la división clásica de los poderes del Estado […], aunque con figuras constitucionales nuevas que complementaron la división tripartita del poder”, como las altas cortes –“poder jurisdiccional” en denominación de Milton Ray Guevara- y los órganos extrapoder a los que el propio Espinal ha dedicado un sesudo ensayo.
La lección de este libro, que apenas comienzo a leer de atrás -lo nuevo no leído, ampliado por el autor- para adelante -lo viejo leído, revisado por este-, es que nuestra aspiración debe ser “contar con una Constitución normativa, aquella que refleje la simbiosis de que habla Loewenstein entre lo jurídico-formal y lo político-constitucional”.
En otras palabras, acercar el ser de la realidad política al deber ser constitucional, para que la norma constitucional se vuelva normalidad fáctica y no solo tengamos Constitución, sino que vivamos en Constitución.
No comparto algunas ideas de Espinal, principalmente su conceptuación de los derechos sociales como normas esencialmente programáticas, que deberíamos debatir en otra ocasión. Hoy, sin embargo, solo quiero felicitar al jurista por este nuevo parto maravilloso, por esta magna obra que invito a leer y que demuestra que el constitucionalismo es también el arte de escribir excelentes libros sobre la materia.