Golpear a la mujer ha conformado la psiquis brutal del macho dominicano desde tiempos inmemoriales, como también ocurre en otras latitudes. Cuando se hurga la historia, pegar a la hembra parece una práctica masculina violenta importada desde Europa durante la colonización. Un poco más reciente, durante la década de los 50, el playboy Porfirio Rubirosa solía aporrear a su esposa, Flor de Oro Trujillo, hasta que el cruel dictador optó por lo sano, salió en defensa de su hija y cortó aquel matrimonio de tintes novelescos, según cuentan nuestros trujillológos.
Pero el régimen democrático del presente adolece del puño de hierro dictatorial capaz de intervenir toda relación adulta en peligro de sucumbir debido a la violencia de género. El cumplimiento de la legislación que ordena alejar al hombre violento de la mujer amenazada, depende de la voluntad de ella que generalmente ha estado dispuesta a retirar la querella alegando dependencia económica al padre de sus hijos.
Porque las causas de la violencia de género, y su máxima expresión el feminicidio-suicidio, subyacen en la construcción de una relación absolutamente alejada del amor cristiano o del respeto mutuo. Ahora las parejas se juntan, no se casan; el matrimonio cristiano –o por la Iglesia- es una especie en extinción. Las razones para juntarse son materiales, dinero, ascenso social, afectividad aparente, y hasta por una visa al extranjero.
El feminicida-suicida es, generalmente, un hombre cegado por la irracionalidad de los celos, un sujeto posesivo, incapaz de soportar la lejanía de la víctima. Este opta por matarse, porque previamente ha matado a su leitmotiv existencial.