Es necesario comprender las imperiosas necesidades de procreación con sus mujeres y de dar educación a sus hijos que asisten a los trabajadores haitianos que mantienen en pie a puro sudor y poco ingreso a la industria de la construcción, al abasto agroalimentario de dominicanos y a productivos renglones de exportación generadores de divisas. Antes de suponer que se trata de huéspedes inoportunos y fáciles de prescindir, el que así juzgue debería remitirse primeramente a más de medio siglo de incapacidades institucionales para mantener en magnitud razonable la inmigración sin pretender que el mercado laboral esté reservado completamente a la nacionalidad dominicana en la que se anidan sueños de superación personal incompatibles con ciertas rudezas ocupacionales.
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No habría modo legítimo de bloquear hospitales y escuelas a extranjeros, residentes o no, sin cometer agresiones a la convivencia y solidaridad humanitarias; una negación de atenciones que tampoco sufren los dominicanos numerosos de la diáspora. Las culpas no son principalmente de los forasteros generalmente catapultados por el hambre y el colapso del Estado del que provienen. Para esos damnificados virtualmente expatriados del país más pobre de América ha sido y seguirían siendo aprovechables: la falta de rigor contra ingresos irregulares e irracionales al territorio nacional dominicano y la generosa permisividad para que una diversidad de intereses patronales empleen, para reducir costos y garantizar rentabilidad, multitudes foráneas.