En hospitales y en equipos de emergencia, los médicos que se encuentran luchando contra la pandemia del coronavirus son los que han mirado a esta enfermedad directamente a los ojos.
Aunque no hay datos globales, en países como Italia o España, de los más afectados en Europa, el personal sanitario no solo ha tenido que redoblar sus esfuerzos para luchar contra el virus, que ya ha dejado más de tres millones de personas afectadas y cerca de 250.000 muertos en el mundo, sino que muchos médicos y enfermeros han fallecido en el proceso.
En América Latina, uno de los países donde el personal de salud se ha visto más afectado es Ecuador. El Colegio de Médicos ecuatoriano señaló que cerca de 1.500 médicos han resultado infectados por el covid-19. De ellos, 21 han fallecido.
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En México, la cifra de médicos infectados por el nuevo coronavirus era de 329 hasta este viernes, mientras que en Brasil, el país más afectado de América Latina, solo en la ciudad de Sao Paulo hay cerca de 2.000 de ellos en aislamiento debido a que muestran síntomas de covid-19.
Es una situación que se repite: el personal médico y sanitario en primera línea de combate del virus está más expuesto y tiene mayores riesgos de contagiarse.
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En muchos casos, los profesionales de salud reclaman que no han contado con los equipos de protección adecuados o suficientes desde que se inició la pandemia en sus países.
En BBC Mundo hablamos con tres médicos que resultaron infectados por el virus. Así nos relataron sus experiencias.
«Me preguntaba todo el día: ¿Seré yo el próximo médico que va a morir?»
«Me preguntaba todo el día: ¿Seré yo el próximo médico que va a morir?»
«Mi nombre es Juan Carlos*. Trabajo como médico en la sala de cuidados intensivos de uno de los hospitales de Guayaquil, Ecuador. El virus aquí ha sido una tragedia.
Hemos visto que los hospitales y los centros de salud han colapsado. Personas infectadas y sin poder respirar haciendo fila para ingresar a urgencias para ser atendidas.
También hemos visto morir a muchas personas. Yo puedo contar la muerte de varios amigos cercanos, docentes universitarios. Y cuatro familiares.
Yo también estuve infectado por el covid-19 y tuve mucho miedo de morir.
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La primera vez que supe del nuevo coronavirus fue por las noticias. Por allá en enero. Escuché que había un virus en China, que se estaba propagando con rapidez. Pero no creímos que podía llegar hasta el Ecuador.
Además, y ése ha sido nuestro gran problema, no sabíamos nada sobre el virus. Nunca lo vimos con claridad. En las noticias también vimos cómo llegaba a Italia y a España y comenzaban a morir pacientes incluso en los mejores hospitales.
Una de las razones por las que escogí la terapia intensiva como mi especialidad es que, a pesar de que la tasa de mortalidad en una sala de cuidados intensivos puede ser muy alta, la satisfacción de salvar la vida de una persona también es muy alta.
Sin embargo, esto nos desbordó más allá de nuestras capacidades.
Recuerdo el primer caso positivo en Guayaquil: 29 de febrero, una mujer que había regresado de Europa. La enfermedad estaba en casa. Tengo que admitir que no estábamos preparados y que el Estado fue perezoso en reaccionar.
El 3 de marzo llegó el primer caso al hospital: una mujer de más de 60 años en condición crítica. Tuvimos que conectarla a un respirador, pero después de nueve días de agonía, falleció.
Ahora la enfermedad no sólo estaba en la ciudad, sino que la estábamos mirando a los ojos en cada paciente.
Después el hospital se desbordó. La gente, algunos sin poder respirar, hacía largas filas. La oficina encargada de designar a dónde iba cada caso dentro del hospital no contaba con recursos humanos suficientes. La Unidad de Cuidados Intensivos tuvo que ser ampliada.
Comenzamos a vestirnos como astronautas. Los guantes, los vestidos. Las gafas que te aprietan el rostro.
Muchos debíamos ponernos nuestros nombres con un marcador en los trajes para reconocer quién era quién. Muy incómodo trabajar así durante más de 24 horas que puede llegar durar un turno.
Además, sin poder hablar con nuestros pacientes: estaban conectados a sus respiradores y a duras penas podíamos saber cómo se sentían.
A esto se sumaba que no había un tratamiento, sino varios. De las otras enfermedades teníamos mucha información, documentos enteros. Del nuevo coronavirus, poco menos que nada.
Después de turnos de 15 horas muy duros, el 3 de abril comencé a tener fiebre muy alta. Pedí una cita dentro del hospital para hacerme un test. Me la dieron para el 4 de mayo.
Así que me fui para mi casa. Uno de los peores miedos que tenía cuando la enfermedad llegó a Guayaquil era contagiarme e infectar a mis padres: yo vivo con ellos, tienen más de 65 años y varias condiciones preexistentes. Yo soy el que cuido de ellos.
Así, tuve que instalarme en un apartamento que me conseguí dentro del mismo edificio donde vivía. Me llevé un televisor, una cama y un computador. Desde allí solicité una prueba particular que uno puede enviar por correo.
A las 72 horas me confirmaron que tenía covid-19.
La mayoría de los síntomas, tos y fiebre brutal, eran nocturnos. Pero a los pocos días comencé a tener problemas para respirar. Iba a lavarme los dientes y jadeaba. Así que mientras por la noche lidiaba con los síntomas, en el día lidiaba con mi cabeza.
Comencé a sentir una paranoia sobre la enfermedad. Aunque había visto que el virus afecta más a las personas mayores, en la sala de Cuidados Intensivos habíamos recibido personas de todas las edades.
Incluso de la mía.
Y yo sabía que no había un tratamiento, que había varios. Así que si me tocaba ir al hospital porque los síntomas se complicaban, no sabía si ellos iban a poder saber con exactitud cuál era el adecuado para salvarme.
Yo había estado en la misma situación dentro de la sala de cuidados intensivos. Esa duda me angustiaba muchísimo. Durante los días en que peor me sentía, tenía mucho miedo de morir.
‘¿Seré yo el próximo?’, pensaba constantemente.
Pero no tuve que ir [al hospital]. Poco a poco comencé a mejorar. Después de recuperarme completamente -tuve que pedir otro test particular para saber si seguía infectado o no-, decidí regresar a trabajar.
¿Las razones? Una es que ahora sé que puedo utilizar tratamiento del plasma con los anticuerpos. Y si algunos de mis padres se infecta, puedo utilizarlo con ellos.
Y segundo, creo que es el momento de ayudar. Esta epidemia ha sido una tragedia para Ecuador. Nunca vi algo parecido, ni adentro ni afuera del hospital.
Cuatro familiares cercanos han muerto. Docentes que me dieron clase y que eran respetados maestros de medicina. Amigos.
La gran lección que nos deja esto es que no tenemos una educación sanitaria adecuada. Debemos invertir en salud y educación. Porque si la hubiéramos tenido, en el preciso instante que conocimos la noticia de que un virus muy contagioso se expandía en China, habríamos estado preparados para cuando llegara a esta parte del mundo.
Y nunca pudimos estar preparados».
“El 70% de los médicos tiene síntomas”
«Mi nombre es Carlos Alberto Coral. Soy médico epidemiólogo especialista en enfermedades tropicales en el hospital César Garayar García de Iquitos, en el norte de Perú.
He sido testigo presencial de cómo el covid-19 ha desbordado nuestras capacidades para atender a la población, donde conviven comunidades indígenas que llegan a hablar hasta 11 lenguas y la mayoría vive en situaciones muy precarias.
Hemos visto también que no por estar contagiados por el coronavirus sino por tener más de 60 años, muchos colegas médicos han tenido que quedarse en sus casas. Y eso ha afectado la capacidad de respuesta que tenemos.
El primer caso en Iquitos fue el de un guía turístico. La verdad es que no habíamos calculado la trascendencia de esta enfermedad. Creímos que con el personal que teníamos sería posible controlar la epidemia.
Pero no fue así.
Los casos fueron creciendo. Los dos hospitales de la región fueron divididos. Uno para casos de covid-19, y otro para todas las otras enfermedades… porque la gente no solo se enferma de coronavirus.
Fueron tantos casos que nos vimos obligados a crear un hospital de campaña. Además, antes de la pandemia no se había podido terminar la ampliación del hospital regional, así que las instalaciones estaban alojadas en un hotel militar, más pequeño que el original.
Y los doctores comenzaron a enfermarse. Mi esposa, que también trabaja en el sector de salud, resultó infectada. Y a los pocos días yo comencé a presentar los síntomas. Primero fue la tos, pero después la fiebre me obligó a estar en casa, aislado por varios días.
Allí sufría de fuertes dolores en el pecho y una diarrea prolongada que me hizo perder peso.
Por supuesto que tuve miedo. Esta es una enfermedad que también ataca el asunto psicológico, porque no tenemos una forma contundente de luchar contra ella.
Actualmente el 70% de los médicos que están activos en Iquitos ha mostrado síntomas de estar infectados por la enfermedad.
Entonces, lo que han decidido acá es que los médicos que nos hemos recuperado y hemos querido volver a nuestra actividad -la gente puede negarse a regresar hasta que se sienta segura- estemos asignados al cuidado del personal médico infectado por el virus.
Porque han quedado desamparados: no hay médicos que los atiendan.
Pero es un proceso bastante precario. El asunto es que los dos hospitales están dedicados a la atención de los pacientes. Lo que hemos hecho es crear un espacio de atención ambulatoria para el personal sanitario.
Mi trabajo es evaluar a los pacientes, basándome en sus radiografías, tomografías y otros exámenes, y recomendarles el tratamiento más adecuado.
Lo que hemos podido aprender de esta enfermedad es que puede causar lesiones en los pulmones, afectar el sistema respiratorio o causar la inflamación de algunos órganos. Por eso, mi trabajo es analizar estos exámenes y determinar si necesitan tomar antinflamatorios o antibióticos. U otra medicina.
Pero el problema es que no los puedo hospitalizar. Solo puedo brindar ayuda ambulatoria. Estas personas, que se han arriesgado como médicos, como enfermeras o como personal administrativo de los hospitales, ahora que están enfermos necesitan una ayuda más completa.
También hago consultas telefónicas. Pero no es lo ideal. Lo ideal es tener todos los recursos para poder atender a las personas como se debe.
Por eso nos sentimos desamparados. Y de verdad que ojalá termine pronto»
“Desde que vi las noticias he tenido miedo”
«Mi nombre es Mailin Cinthia Wong Ponce y trabajo como médica interna. Tengo 25 años.
Lo primero que recuerdo fue escuchar del virus en las noticias. A principios de año. Ahora que lo pienso, pudimos haber prevenido todo esto que pasó. Pero no lo hicimos.
Aunque soy de Guayaquil, no trabajo allí. Estoy en una localidad que se llama Quevedo, en la provincia de Los Ríos. Acá trabajo como médica interna, que es un requisito para poder graduarme como médica general. Y estaba cumpliendo con esos requerimientos cuando escuchamos del primer caso.
Sentimos miedo. Aunque al primer paciente lo aislaron de inmediato, entre nosotros como médicos comenzamos a hablar sobre lo que nos podía pasar, si era muy fácil que nos contagiáramos.
Yo vivo sola aquí. Mis padres viven en Guayaquil y siempre hemos sido muy cercanos. Mi principal miedo siempre fue ese: infectar a mis padres. Contagiarme de la enfermedad, no saberlo y transmitírsela a ellos.
A los pocos días del primer paciente, comenzamos a atender a las personas que llegaban al hospital con los síntomas del covid-19. Ahí fue donde vimos el gran problema: aunque nos habían enseñado todos los protocolos, lo cierto es que había cosas que se solo se pueden aprender con la práctica.
Y un día estaba de guardia en el hospital cuando comencé a toser. Cuando llegué a casa se me subió fiebre. No puedo negar que sentí pánico.
De inmediato llamé a salud ocupacional del hospital y ellos me dijeron que tenía que quedarme aislada. El problema era que yo vivía sola. Pero mi enamorado me dijo que me podía ir a una casa que sus padres tenían cerca de la suya.
Allí ellos me cuidaron. Cuando estaba instalada decidí contarle a mi padre que tenía los síntomas. Después, cuando me hicieron la evaluación y resulté positivo de covid-19, también se lo conté a él, que es más fuerte. Mi madre se hubiera asustado mucho.
La enfermedad me atacó con mucha fiebre y tos. Me costaba respirar.
Unos quince días después de sentir los primeros síntomas, comencé a sentirme mejor. Sentí mucho miedo de nuevo porque no sabía cómo iba a salir adelante con eso.
A pesar de que ya estoy recuperada, aún no sé si el virus ya salió de mi cuerpo. Hace dos meses que no veo a mis papás y no se cuándo los vuelva a ver. Yo no los quiero infectar y ellos me dicen todo el tiempo que quieren estar conmigo.
También eso me preocupa, porque ellos están en Guayaquil, donde el virus ha sido muy letal. Ha matado a cuatro de mis profesores de la facultad de Medicina.
Uno de ellos, por el que sentía un gran aprecio, fue mi profesor de inmunología. Manuel Palacio. Era un hombre sumamente inteligente. Recuerdo que al segundo día de clases ya se sabía los nombres de todos sus estudiantes.
Esto ha sido una tragedia para todos. Y ha sido especialmente cruel con los médicos. Ojalá esto sirva para mostrar lo importante que es la medicina para la sociedad».