Poesía hallamos torrencial, que antes que poesía diera la impresión de ser erupción de volcán, terremoto, avalancha; sacude nuestro ánimo con la furia desatada del temporal o del voraz incendio; palabra arrolladora que estalla como carga de dinamita y frente a cuya devastadora cuanto sublime acometida no hay fuerza humana capaz de resistirse.
Otra también conozco arrogante, risueña, que exhibe sus primores con ademán provocativo de muchacha coqueta; con pose seductora e insinuantes maneras susurra a nuestro oído perfumado el acento- fantasías extrañas que despiertan en los hontanares de la carne remotas apetencias ignoradas.
Y la he visto aún, suntuosa, altiva, desafiante, en túnica talar, cargada de pulseras, collares y pendientes, desfilar con paso ceremonioso entre la desconcertada multitud sin prestar la menor atención al polvo del camino, como quien en lugar de pisar el duro pavimento, se deslizara sobre mullida alfombra.
Por último, tampoco me es ajeno aquel lirismo que lejos de enderezar hacia las embriagantes latitudes del canto prefiere sorprender al espíritu con aciduladas disonancias y muecas angulosas, o discurrir apegado a la helada geometría del concepto, o internarse en los desapacibles matorrales de la expresión retorcida y hermética y de la retórica crespa y martillada.
Argüiría, sin embargo, muy estropeada sensibilidad para los felices arpegios de las musas, no advertir que la creación poética de Juan Isidro Moreno Espinal que por vez primera confronta al lector desde las 372 páginas de su libro Vida y poesía que en buena hora acaba de nacer, no se acoge ni por asomo a ninguna de las modalidades líricas a que vengo de aludir en los renglones que anteceden.
He aquí, en efecto, una poesía que no se pavonea, que no cultiva la rareza por mor a lo desacostumbrado como suelen hacer tantos aedos de corto vuelo que todavía se empeñan en prolongar con ínfulas de novedad los extravíos de una decrépita vanguardia justamente olvidada; poesía ésta de Moreno que en nada pretende deslumbrar con fulgurantes metáforas, giros insospechados, voces inéditas e insólitas sonoridades; palabra, en fin, la suya que si por algo sorprende es por su conmovedora y eficaz modestia expresiva, recato en el decir de probado señorío que sería error de a folio confundir con penuria retórica o lenguaje de anodina traza que acusaría los estragos de un desteñido prosaísmo.
La voz de Moreno alimentada en los huertos salutíferos de la tradición lírica de lengua española-, voz que jamás frecuenta los yermos de la extravagancia ni se arrima a los desastrados arrabales de la vulgaridad ni del estrépito, aunque de gala no se vista, muéstrase siempre casta y armoniosa, fluyendo de continuo por los amables cauces de la versificación tradicional, en particular la de arte menor.
Henos pues ante un numen que de puro no proponerse ser original valor supremo para la iconoclasia de esta modernidad desaforada- se nos presenta a título de vivencia literaria fuera de lo común, siendo sus virtudes fundamentales no corro riesgo al señalarlas- la frescura, la espontaneidad y la transparente inocencia de un alma forjada en la fragua de ideales de belleza que en esta época de avillanamiento general, deteriorado gusto y hedonismo rampante, el hombre de superior distinción y ausencia de jactancia ha de expiar cual si fuera delito.
A flor silvestre recogida a la vera del sendero huele la palabra poética de Juan Isidro. Deja en los labios el impoluto sabor de antiguas añoranzas. Anida en sus entrañas la verdad simple del guijarro y la brisa. Ante nuestros ojos se despliega con el jubiloso candor de un vuelo de palomas. Nos induce a recorrer en cálido peregrinaje la trémula geografía de la nostalgia. Poesía humilde y generosa que renunciando antes por convicción que por carencia de oficio al aparato vistoso y al espléndido ornato, seduce nuestro corazón con el embrujo esencial de las cosas permanentes y francas como la hierba, el viento y la caricia de la lluvia.
Acaso para el lector de nuestras trepidantes urbes donde la agitación febril prospera al ritmo frenético, caótico, de un desarrollo ciego del que somos inventores y víctimas, acaso, repito, para las mentes del común la obra poética a la que estoy consagrando a punto largo estos escolios infractores, habida cuenta de sus bucólicos motivos y temática pueblerina, pueda parecer anacrónica, inactual y, por consiguiente, prescindible ¡Craso error en el que la ignorancia, de manos con la superficialidad, siempre se ha esmerado! No existe ni ha existido ni existirá nunca una poesía con ribetes de modernidad frente a otra anticuada y añosa. Sólo toparemos en el desván de las Piérides con buena poesía y poesía deleznable.
Y la buena, cualesquiera sean las cuestiones de que trate, la inspiración a que responda, las formas estilística y métricas en que se manifieste y la fecha en que fuera concebida, no corre el albur de caducar. Sólo el poema inauténtico, descompuesto y estridente cifra y tara del momento que vivimos-, por novedosa que sea su apariencia, no dejará de encallar en la justiciera sirte del olvido.
Así las cosas, tengo por cierto y evidente que no por sus raíces aldeanas y el pertinaz sentimiento de la naturaleza que en sus versos habita, estamos autorizados a vilipendiar sin más, achacándole espíritu de campanario o tildándola de antigualla retórica, la poesía vívida y cristalina de Juan Isidro Moreno Espinal, poesía que puesto extrae su virtud del originario fondo universal y permanente que ha gestado a la montaña y a la nube, recurre con insistencia a las imágenes que brotan de esa parte de tierra, brisa, hoja, lluvia, noche, luna, mar y silencio de que estamos hechos, para bien o para mal, todos los hombres.
No es otra la razón de que su estro, en canje de opulencia verbal y llamativo acento, nos gratifique con el raro y preciado don de conformarse con ser lo que es: voz que casi no se reconoce como poesía, que casi se disculpa de serlo, voz que sabiamente no quiere ser más de lo que es: estremecimiento puro y entrañable latido.