Más de un millón de motociclistas fuera de todo registro legal, una insufrible densidad de tránsito debida en gran parte a vehículos ruinosos y un vacío de regulaciones y señales que permitan a los peatones cruzar con seguridad las vías de congestionamiento y velocidades de vértigo mantienen a ciudades como Santo Domingo y Santiago como hostiles y riesgosas para a la mayoría de sus habitantes al deambular o conducir civilizadamente. La aprensión va al asalto por muchos sitios. La mortalidad supera a otros países.
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En horas pico, las máquinas rodantes y los humanos de a pie se entrecruzan sin turnarse sobre pavimentos. Urbes atroces de máxima peligrosidad para flujos de niños, menores y adultos mayores. Un desorden que necesitaría, si acaso, un ejército de personal disciplinario imposible de reunir. Se expande el miedo que hace preferible la relativa seguridad del hogar al impresionante déficit de urbanidad y ausencia de restricciones y sanción. Junglas de asfalto bajo azote de conductas irresponsables que multiplican el desmán y congestionan las vías de motociclistas que quieren llevarse al mundo por delante. La hospitalidad urbana está camino a ser pieza para museo. Imágenes de archivo de cuando los espacios públicos eran de convivencia. Fotos de policías levantando contravenciones y de automovilistas cediendo el paso a las doñitas. Aceras desocupadas por restricción a odiosos aparatos sobre ruedas. Bellos recuerdos de la civilización.