En un país donde el día más claro llueve es una dolorosa paradoja que un fenómeno tan natural se convierta, por culpa del cambio climático, en un problema mayúsculo que nos obligue a suspender las labores productivas para proteger y preservar vidas y bienes de la furia enloquecida de la Naturaleza, que encuentra como aliadas a la imprevisión y falta de planificación de los constructores de nuestros grandes centros urbanos.
Lo que ocurrió el pasado 18 de noviembre, cuando las torrenciales lluvias provocaron la muerte de 21 personas, nueve de ellas aplastadas al desplomarse la pared lateral del paso a desnivel de las avenidas 27 de Febrero y Máximo Gómez, es un recuerdo traumático todavía en carne viva, por lo que resulta inevitable revivirlo en el subconsciente colectivo cada vez que se anuncia que va a llover mucho en este paraíso tropical.
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Y como en aquella triste ocasión la politiquería se hizo presente tratando de utilizar la tragedia como arma electoral, hasta el punto de que un diputado de la oposición acusó a las autoridades del COE de ser responsables de los daños ya que conocían de antemano la cantidad de agua que caería, no se han querido correr riesgos con el sistema frontal que nos dejará lluvias hasta mañana.
Tan pronto se conoció el primer boletín del COE, colocando en alerta roja las provincias de la costa caribeña, el MAP suspendió las labores en el sector público desde las dos de la tarde, en tanto el Ministerio de Trabajo exhortó a patrones y empleadores a ser flexibles con sus colaboradores.
En circunstancias como estas siempre es mejor pecar por exceso que por defecto, sobre todo si se trata de preservar vidas, pero en algunos quedó la impresión, entre los que por supuesto me encuentro, de que el gobierno prefirió pasarse un poquito con las medidas de prevención a que el cambio climático volviera a jugarnos otra mala pasada. Por eso creo que, de ahora en adelante, deberíamos acostumbrarnos a estos sobresaltos cada vez que llueve fuerte.